José
María Gómez Gómez
Domenikos
Theotokopoulos, que en Toledo fue llamado Dominico Greco, también El Griego y,
finalmente, EL GRECO, nació en Candía, en
la isla de Creta, el año 1541. Su padre , Georgios, era comerciante y
marino. Su hermano mayor, Manusso, fue un hábil
hombre de negocios que se enriqueció, pero terminó arruinándose.
Domenikos se decidió por la pintura y a los 25 años de edad era llamado
“maestro”. Por entonces su pintura se mostraba influida por un evidente bizantinismo,
heredado de la tradición mistérica de los iconos orientales. Esa edad y ese
reconocimiento gozaba cuando decidió trasladarse a Venecia.
Corría el año 1563 y en
Venecia permaneció hasta 1570 dejándose influir de la “maniera” propia del
renacimiento veneciano que lideraba Tiziano, aunque el mayor influjo lo recibió
de Tintoretto, tanto en el tratamiento de la luz como en la fuerza y armonía
del color… De esta época data el Tríptico
de Módena, una Última Cena y un Entierro
de Cristo.
En 1570 se traslada a
Roma, recomendado por Giulio Clovio en una carta al Cardenal Alessandro
Farnese: “ha llegado a Roma un joven candiota, discípulo del Tiziano, que a mi
juicio figura entre los excelentes en pintura”. Vivió un tiempo en el Palazzo
Farnese. Pero tras perder la tutela del cardenal el Greco ingresa en la
Academia de San Lucas el 8 de septiembre de 1572. Era requisito obligado para
poder establecer taller propio en Roma. Y ya no hay más noticias sobre su
estancia en Italia. Parece que se granjeó la enemistad de Miguel Ángel… y tuvo
que abandonar la Ciudad Eterna. En julio de 1577 lo encontramos ya en Toledo
por razones aún no totalmente conocidas. De la estancia en Roma nos quedan
obras como el Retrato de Giulio Clovio,
La curación del ciego y El
soplón.
El primer documento que
relaciona al Greco con Toledo es un recibo de cuatrocientos reales a cuenta de
su obra El Expolio, extendido por el
Cabildo de la Catedral Primada con fecha 2 de julio de 1577. Parece, sin
embargo, que había llegado a la ciudad unos meses antes, guiado por la amistad
que había contraído en Roma con el noble toledano Luis de Castilla, que le
recomendó para pintar los retablos del Convento de Santo Domingo el Antiguo que
costeaba su padre, don Diego de Castilla. Y éste, deán del cabildo
catedralicio, le consiguió a su vez el contrato para pintar El Expolio.
Por otra parte, se sabe
que, antes de venir a Toledo, estuvo en Madrid, en la Corte, con la intención
de trabajar para El Escorial y que, al no ser definitivamente del agrado de Felipe
II, terminó instalándose en Toledo, donde el poder económico de la Iglesia
rivalizaba con el del mismísimo rey. Apenas dos obras, y no de las mejores,
pintó el Greco para El Escorial: El
martirio de San Mauricio y la Alegoría
de la Liga Santa. A partir de aquí toda su producción se centró
definitivamente en Toledo y su Arzobispado. Describamos, pues, las colecciones
de su pintura que, en la actualidad, atesora Toledo.
Una de esas colecciones
se encuentra en el CONVENTO DE SANTO
DOMINGO EL ANTIGUO. Concretamente,
en la iglesia del convento, y ya hemos dicho la ocasión en que el Greco
contrató las pinturas que realizó para esta comunidad de monjas. El Retablo
Mayor, que preside el presbiterio, fue trazado en principio por él, pero las
trazas fueron modificadas después y reelaboradas por Juan Bautista Monegro, que
terminó construyéndolo y tallando las esculturas que lo adornan. Una de sus
principales aportaciones fue recrecer la altura (otro tanto haría en los dos
altares laterales que hacen juego con el mayor). Consta de dos cuerpos, con un
total de seis huecos y un medallón que acogen sendas inmortales pinturas de El
Greco, una de las glorias, sin duda, del convento, aunque la mayor parte de
ellas actualmente son copias, al haberse enajenado las originales debido a la
penuria económica que en su día atenazó al convento. El cuerpo inferior se
divide en tres calles, separadas por pilastras corintias exteriores y columnas,
igualmente corintias, interiores. La calle central es un solo hueco que acoge
el grandioso cuadro de la Asunción.
Las calles laterales se subdividen en dos huecos cada una: los inferiores se
estructuran con arco de medio punto y son de gran esbeltez, como para acoger
las figuras pintadas por El Greco, maravillosamente amaneradas y alargadas (en
este caso, los “Santos Juanes”: San Juan Bautista a la izquierda y San Juan Evangelista a la derecha); los
dos huecos superiores, rectangulares y más reducidos de espacio, acogen los
lienzos de San Bernardo y San Benito. El cuerpo superior o ático
consta de un solo hueco, flanqueado por pilastras de orden compuesto y rematado
en frontón triangular, hueco para el que El Greco pintó su inigualable Trinidad. Al recrecer el retablo, se
añadió un adorno sobre el cuerpo inferior, invadiendo el espacio del superior.
Se trata de una especie de frontón o cornisa circular que acoge en su centro un
medallón ovalado, espacio para el que El Greco pintó su célebre Santa Faz. Cinco esculturas adornan el
retablo en la altura, obras de Juan Bautista Monegro: dos profetas en los
extremos laterales del arranque del cuerpo superior y las tres virtudes sobre
el frontón triangular del mismo.
Haciendo juego con este
Retablo Mayor, Monegro y El Greco realizaron dos pequeños altares laterales, de
un solo cuerpo con amplio hueco en arco de medio punto, flanqueado por columnas
y rematado en frontón triangular. Uno de ellos, el de la izquierda, acoge la
pintura de la Adoración de los Pastores,
sin duda una de las “perlas” del Greco. El
otro, situado a la derecha, la Resurrección
de Cristo, con la figura de San Ildefonso, que ha sido interpretada como
retrato de Diego de Castilla. Esta pintura y las mencionadas de San Juan Bautista y San Juan Evangelista son las
únicas originales del Greco de todo el conjunto del Convento de Santo Domingo
el Antiguo. Las demás son copias, por haberse vendido en su día las originales.
De esta manera tan
brillante se iniciaba la carrera artística de El Greco en Toledo. Los lienzos
de estos retablos de Santo Domingo el Antiguo son las primeras pinturas que
realizó en nuestra ciudad. También constituyen el primer trabajo en
colaboración entre El Greco y Monegro, colaboración que se repetiría y había de
ser muy fructífera en el futuro.
Según la documentación
más fiable, este convento conserva la cripta y la caja en que fueron enterrados
los restos mortales del insigne pintor y de Alfonsa de Morales, la primera
esposa de su hijo Jorge Manuel. El Greco fue enterrado en dicho lugar por
disposición testamentaria. Pero no es seguro que sus restos se conserven en la
cripta.
La SACRISTÍA MAYOR DE LA CATEDRAL DE TOLEDO alberga otra colección
importantísima de pinturas del Greco. Todo su espectacular recinto está cuajado
de lujo y belleza. Y entre sus obras de arte más sobresalientes destaca el
conjunto de pinturas del Greco. Su
celebérrimo Expolio preside la Sacristía, enmarcado en elegante
retablo. Esta pintura, en verdad inmortal, describe con figuras y colores inigualables el momento en
que Cristo es despojado de su túnica, mientras unos sayones barrenan en la cruz
los agujeros para los clavos y una turba de rostros inconcebibles (unos
crueles, otros asombrados y algunos indiferentes) contemplan la escena, en que
no faltan la Madre compungida y María Magdalena auscultando la cruz. En el
centro la impecable túnica color púrpura inconfundible, el tono más perfecto en
ese color que jamás haya conseguido pintor alguno, y los ojos y el rostro y la
cabeza de Jesús, que pueden ser considerados como la imagen más noble y digna
que haya creado el arte.
Por otra parte, con
esta pieza se completa el simbolismo general y el mensaje que se quiere dar a
este inmaculado recinto que es el gran salón de la Sacristía Mayor: el
arzobispo y los canónigos deben despojarse de sus vestiduras con la debida
honestidad, considerando cómo lo hace Cristo en El Expolio; y deben vestirse las ropas litúrgicas con la divina
delicadeza con que la Virgen Santísima impuso la casulla a San Ildefonso, tal
como se representa en el fresco sublime de la bóveda que inmortalizaron los
pinceles de Lucas Jordán.
Los muros y frentes de
este salón de a Sacristía Mayor albergan tal cantidad de obras de arte,
especialmente pinturas, conjunto que no en vano puede ser considerado uno de
los mejores que existe en Toledo. Destaca un Apostolado completo del Greco, pintado entre los años 1605 y 1610,
impresionante serie de figuras en tres cuartos en que sobresalen los rostros
alucinados, como de hombres que han visto y han sido trastornados por una
experiencia de Divinidad. El Salvador,
con la dulzura sobrehumana retratada en su rostro y en su ademán de bendecir,
es un icono oriental, la mejor muestra del origen sereno y majestuoso del arte
del Greco. San Pedro, en la célebre
actitud inmortalizada por el pintor, con las manos anudadas en gesto de pedir
perdón y el rostro irrepetible del arrepentimiento, en que destacan la
incomparable transparencia acuosa de los ojos, inacabablemente llorosos. En
fin, otro apóstol a destacar es San Lucas,
interpretado en su supuesta profesión de pintor y mostrando en el evangelio abierto,
que él escribió, la efigie de la Virgen con el Niño, de acuerdo con la
tradición de que escribió inspirado por Ella, al haberla conocido en persona y
retratarla con absoluta fidelidad… Pero en realidad todo el conjunto es digno
de detenida contemplación y admiración. En las rudas y, a un tiempo, místicas
figuras de este Apostolado estás todas las excelencias del arte del Greco: los
rostros, recios y delicados a un tiempo; las manos, en las actitudes más
diversas, manos que nadie ha pintado como él y son su más genuina firma en cada
cuadro; y la variedad de matices de color e infinidad de combinaciones en
mantos y túnicas, sublime cromatismo que va de los carmines a los azules o los
verdes matizadísimos, unas veces con profunda intensidad, otras con gradaciones
sutiles como dejando el color abocetado y desvaído… No en vano El Greco es el pintor por
excelencia de la espiritualidad de nuestros Siglos de Oro y de su marco más
apropiado: Toledo.
Otra genial obra del
Greco se conserva en esta Sacristía Mayor: San
José con el Niño. En esta pintura se representa al patriarca San José como
un caminante, al mismo tiempo que protector y guía del Niño Jesús. No es
frecuente la versión de un San José joven y fuerte, propia del siglo XVI, no ya
viejo y despistado como se le solía pintar en el medievo. En lo alto del cuadro
un grupo de ángeles en atrevidísimos escorzos desciende de los cielos para
coronar a San José, en un paisaje en cuyo fondo se vislumbra una de sus
peculiares visiones de Toledo. Como en otros cuadros del Greco se repite aquí,
con especial perfección, el celaje característico provocado por densos
nubarrones iluminado por súbitos resplandores como de tormenta y éxtasis, que
responde a una composición concéntrica, en torbellino, que es la impresión que
produce el increíble movimiento de los ángeles que portan la corona de laurel.
En verdad, es ésta una obra maestra que figurará en lugar destacado entre las
numerosas que inmortalizan al pintor de Creta.
Entre las obras de arte
que alberga el HOSPITAL TAVERA
sobresalen aquellas que ejecutó El Greco y conforma la tercera gran colección
de sus pinturas toledanas. En primer lugar hay que mencionar una de sus pocas
esculturas, Cristo Resucitado, en
madera policromada. Se trata de una figura de Cristo completamente desnudo, lo
que denota un gran atrevimiento para la época, como flotando en el aire
saliendo del sepulcro en el trance de la resurrección. Su destino era el
interior del tabernáculo que debía presidir el Sagrario.
El antiguo Hospital
conserva cinco lienzos pintados por El Greco, unos encargados por el rector del
Hospital a comienzos del siglo XVII y otros tal vez provenientes de los bienes
que se embargaron a su hijo Jorge Manuel por incumplimiento del contrato de la
obra de los retablos. Sea por la razón que fuere, el Hospital conserva el Retrato del Cardenal Tavera, pintado por
el Greco sesenta años después de que muriera el fundador del Hospital, parece
ser que a base de la mascarilla de cera que se sacó del cadáver y que sirvió a
Berruguete para labrar en mármol el rostro de la figura yacente del monumento
sepulcral. Es la explicación que se da al aspecto demacrado, cadavérico, del
rostro que pintó el Greco y que contrasta con la púrpura de la veste del
Cardenal y del bonete, situado junto a la mano que apoya sobre un libro. Se
trata de un retrato que se ajusta fielmente a la tipología de los muchos que
pintó El Greco: figura en medio perfil, los ojos dirigidos de frente al
espectador y fondo oscuro que propicia la impresión de icono, abstracción y majestad
del retratado.
También del Greco son
tres cuadros de devoción conservados en esta colección. Una Sagrada Familia con Santa Ana (c. 1595), tenida
por la mejor de cuantas pintó: una bellísima Virgen María (¿su esposa Jerónima
de las Cuevas?) da el pecho al Niño ante la tierna mirada de San José (¿el
propio Greco?) que acaricia el piececillo del Niño y Santa Ana que acaricia la
cabecita del infante. La mano de la Virgen que sostiene al Niño es una de las
más emblemáticas manos del Greco.
Otro cuadro de devoción
son Las lágrimas de San Pedro (c.
1605), de gran perfección como su gemelo que se conserva en la sacristía de la
Catedral, y un San Francisco de Asís penitente (c. 1600), figura de cuerpo entero
y de perfil que evoca la estancia del santo de Asís en el Monte Alvernia, en
actitud penitente ante un crucifijo.
Pero el más importante
cuadro del Greco que se conserva en el Hospital es el Bautismo de Cristo, una de las obras maestras del genial pintor.
Estructurado en dos partes, de acuerdo con los dos mundos de la filosofía
platónica que tanto atraía al pintor: el lugar celeste, con Dios Padre en
espectacular rompimiento de gloria, circundado de ángeles, y la tierra, en que
se figura la escena del Bautismo. En el centro, uniendo los dos mundos, el Espíritu
Santo en forma de paloma, blanquísima como la veste del Dios Padre. Todo un
alarde variegado y variopinto imprime El Greco a las figuras, que se alargan y
alargan: desnudos Cristo y San Juan, ataviados con vestes de colores intensos
los ángeles que les circundan, juegos de focos de luz y claroscuro… Todo un
curso de la estética pictórica de El Greco exprime esta maravillosa obra.
El MUSEO SANTA CRUZ alberga una cuarta colección de pinturas del Greco,
algunas de las cuales son verdaderas obras maestras mientras otras parecen más
bien obras de taller. En efecto, al hablar de las obras del Greco hay que
distinguir las que salieron íntegramente de sus manos (y en ellas resplandece
el genio y la perfección de un pintor sublime) y las que pintaban los discípulos
en su taller (que no muestran esa perfección en el acabado del dibujo, de la
luz y del color).
En esta colección
destaca una auténtica obra maestra, La
Asunción. Este cuadro fue uno de los que pintó el Greco para la llamada
Capilla de Oballe en la Iglesia de San Vicente, para el retablo del
enterramiento de Isabel Oballe, toledana que, siendo muy pobre, había emigrado
a Las Indias, donde amasó una gran fortuna en el siglo XVI. El estudioso
especialista Wethey piensa que el cuadro representa más bien la Inmaculada Concepción. Otros cuadros
pintados para este retablo, San Ildefonso
vestido de pontifical y San Pedro,
se encuentran en El Escorial. El Museo Santa Cruz guarda, sin embargo, una
copia del San Ildefonso. Otras
pinturas destacables de esta colección son una Inmaculada contemplada por San Juan Evangelista, un Santiago Peregrino, un San Agustín, una Verónica con la Santa Faz y una de las versiones de Los santos Juanes (San Juan Evangelista con
San Juan Bautista).
La llamada CASA DEL GRECO, mansión toledana de
gran sabor en el barrio de la judería, alberga otra importante colección de
obras del gran Theotokopouli, como también solía ser llamado. A comienzos del
siglo XX el Marqués de Vega-Inclán creó lo que podemos considerar un entrañable
museo en unas casas de mucho sabor histórico, que él mismo reconstruyó y
adaptó. En sus sótanos han sido descubiertos más recientemente unos baños
rituales judíos muy interesantes y otras dependencias.
Pero lo más
sobresaliente es el conjunto de obras del Greco que la Casa-Museo atesora.
Entre ellas un Apostolado completo
(los doce apóstoles y el Salvador),
tenido por el último que pintó y perteneció al desaparecido Hospital de
Santiago. Además, otro cuadro sobre uno de sus temas preferidos: Las lágrimas de San Pedro.
Muy interesante resulta
el grupo de retratos, entre los que sobresale el de Diego de Covarrubias (hijo del célebre arquitecto, obispo de
Segovia y defensor de la igualdad de derechos y la libertad de todos los
hombres, incluidos los aborígenes de América, lo que supuso un gran avance del
derecho en el siglo XVI). Otros retratos son el de Antonio de Covarrubias (hermano del anterior), otro que se supone
ser de Juan de Ávila (el insigne
predicador, escritor y maestro de espiritualidad).
Del retablo que presidía
la Capilla del Colegio de San Bernardino la Casa-Museo conserva la pintura
central de San Bernardino de Siena,
espectacular ejemplo de las alargadas figuras de que hacía gala el Greco.
Sin duda, el más
importante de la colección es el asombroso Vista
y plano de Toledo, de la última etapa del pintor. En él se plasma con
impecable fidelidad la topografía de Toledo tal como fue en los Siglos de Oro.
A la “vista” se le añadió más tardíamente (parece que por un discípulo) el
“plano”, que sostiene un adolescente en sus manos. Pero la fidelidad geográfica y realista se
trastorna y potencia con tres geniales añadidos, especie de símbolos o emblemas
que enriquecen estéticamente al cuadro: Laocoonte con el cántaro, que representa
una alegoría del Padre Tajo, dios protector de Toledo; la Descensión de la
Virgen e Imposición de la Casulla a San Ildefonso, verdadero emblema
histórico-religioso de Toledo; y la curiosa disposición del Hospital Tavera,
flotante y misterioso fantasma que surge de la niebla, con la fachada mirando
al espectador para destacarlo e inquietarnos sobrepasando lo real y trazando
así una especie de ciudad de ensueño. Una de las grandes genialidades del
Greco.
LA
CAPILLA DE SAN JOSÉ posee, sin duda, el conjunto de pinturas
del Greco menos conocido de cuantos atesora Toledo. El Greco correspondió al
encargo que le fue efectuado a finales de 1597 por el noble devoto Martín Ramírez de Zayas, catedrático de Teología de
la Universidad de Toledo y patrono de su Capilla de San José. Estaba destinado
al monasterio fundado por Santa Teresa y, concretamente, a la capilla funeraria
del mencionado fundador. En la historia ha quedado como la primera capilla en
la iglesia Católica consagrada a San José, el patrono escogido por la santa
abulense para sus fundaciones.
Precisamente para
ornamentarla, y de acuerdo con lo contratado, El Greco pintó los lienzos de San José con el Niño y la Coronación de la Virgen para el
retablo mayor, y San Martín partiendo su
capa con el mendigo (hoy en la Washington National Gallery) y La Virgen con el Niño, Santa Martina y Santa
Inés para los retablos laterales.
San
José con el Niño fue definido por el estudioso J.
Álvarez Lopera como “una de las más felices creaciones del pintor”: el santo
patriarca, acompañado por el Niño, parece elevarse desde la Peña del Moro, con
Toledo al fondo, celajes dramáticos y nubarrones, mientras del Cielo desciende
un coro angélico en remolino portando flores y corona de laurel.
EL
ENTIERRO DEL CONDE DE ORGAZ
Hemos dejado para el
final la que es universalmente considerada obra cumbre del Greco y una de las
glorias más excelsas de la pintura española. Se conserva en el lugar para el
que fue destinada y en el que fue colocada en su día: la Iglesia Parroquial de
Santo Tomé (justamente frente al lugar en que fue enterrado el Señor de Orgaz,
momento histórico-legendario que ilustra el cuadro).
La obra fue un encargo
del párroco de Santo Tomé, Andrés Núñez de Madrid, en marzo de 1586. No tenemos
claro quién tuvo la feliz ocurrencia del proyecto que firmaron el pintor y el
párroco. Lo normal es pensar que el párroco le diera una leve idea de lo que
quería y el pintor elaborara el proyecto a realizar: una representación del
milagro que, según tradición, tuvo lugar en el entierro del señor de Orgaz, a
saber, que ante el estupor de los nobles caballeros e hidalgos toledanos se
aparecieron San Agustín y San Esteban, sosteniendo ambos el cadáver de Gonzalo
Ruiz de Toledo al ser introducido en el sepulcro. El pintor se compromete a
pintar dos grandes sectores o espacios: el inferior o terrenal (en que se
representaría el milagro descrito) y el superior o celestial (en que el alma
del difunto sería introducido en el cielo en medio de una gran visión de la
corte celeste abierta en espectacular gloria.
Y tal fue el resultado
obtenido por El Greco. La mitad inferior del cuadro describe la escena del
enterramiento: el milagro es
representado con gran realismo. Desde la izquierda, nuestra mirada arranca
guiada por el primer fraile que contempla la escena, invitándonos a ello con su
gesto, y otro tanto hace el niño señalando con su brazo. En el centro se
describe magistralmente el milagro: San Esteban, revestido de diácono, y San
Agustín, de arzobispo, sostienen al caballero, vestido de armadura, mientras
una elegante teoría de hidalgos toledanos contemplan la escena. A la derecha de
este espacio terrenal, el celebrante oficia las exequias revestido con
espectacular capa pluvial, mientras a su lado, de espaldas, un clérigo con
roquete de sutilísima trasparencia levanta los ojos hacia la altura extendiendo
los brazos, invitándonos a todos cuantos contemplamos el cuadro a no quedarnos
en el suelo, en la tierra, sino a admirar lo que sucede en el plano superior,
en el cielo. En efecto, en ese espacio superior se sublima el mensaje último
del cuadro: el alma del difunto es introducido en la Gloria donde es recibida
por el Redentor y toda la corte celestial. Y en este espacio nos deleitamos
contemplando su simétrica estructura piramidal: dos densas nubes establecen la
ruptura o frontera con respecto al espacio terrenal; a cada lado, en los
extremos, sendas escenas simbolizan los dos Testamentos de la Revelación: a la
izquierda, David con el arpa significa el Antiguo Testamento; a la derecha, la
Resurrección de Lázaro evoca el Nuevo Testamento. La misma simetría se guarda
en el plano superior: San Pedro con las llaves a la izquierda, feliz de haber
abierto el cielo a caballero tan cristiano y excelente; a la derecha, todo un
séquito celestial de bienaventurados que asisten a la escena como los hidalgos,
en el plano terrenal, asisten al enterramiento. El centro de la Gloria obedece
a la perfecta estructura de un rombo: en el vértice inferior un ángel alado
sostiene el alma del difunto en sus manos y lo introduce en el cielo; en el
vértice izquierdo, la gran mediadora, la Virgen María; en el vértice derecho,
el mediador San Juan el Bautista; y en el vértice superior, inundado de luz y
sólo luz, el Redentor en dulce actitud acogedora. Esta estructura piramidal
jerarquizada, con la figura de Cristo en el centro, es tenida como expresión
del espíritu de la Contrarreforma: Cristo, desde el cielo, irradia su luz a
toda la corte celestial y a la Iglesia militante que se representa en el
espacio terrenal.
Técnicamente, el cuadro
contiene tantas bellezas y perfecciones que con toda justicia ha sido
considerado la obra maestra del Greco y una de las cuatro o cinco piezas fundamentales de la pintura
española. Su contenido representa fielmente la esencia histórica cristiana de
España: “este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar”, como
lo definió Jorge Manrique en su inmortal poema. Luego, todo el conjunto está
cuajado de sublimes perfecciones particulares. Una de ellas, la armónica
distribución geométrica: el plano inferior o terrenal se enmarca en un
rectángulo; el plano superior o celestial se estructura en una pirámide que
contiene a su vez un rombo.
Detalles de gran
belleza pictórica ofrece las ropas litúrgicas, cuajadas de exquisitos bordados:
la dalmática de San Esteban, vestimenta de diácono, con escenas de su martirio
por lapidación… la capa arzobispal y mitra de San Agustín, la capa pluvial del
celebrante, la blanca trasparencia del roquete del clérigo… los rostros de los
hidalgos y la delicadeza de sus manos, todas ellas tan del Greco… el
rompimiento de gloria al que el alma del difunto accede por esa especie de
conducto vaginal (simbolizando sin duda que, cuando morimos, nacemos a una
nueva vida…).
En los rostros de los
personajes que asisten al entierro estampó el Greco retratos de contemporáneos,
con lo que parece haber pretendido dar intemporalidad a su pintura, toda vez
que para una escena sucedida en el siglo XIV utiliza rostros, vestimentas y
armadura del siglo XVI. Así han sido identificados, empezando por la izquierda
y pasando los dos frailes, al obispo Diego de Covarrubias, al pintor dominico
Juan Bautista Maíno, un autorretrato del propio Greco mirándonos fijamente, y
el Conde de Orgaz contemporáneo del Greco, Juan Hurtado de Mendoza, con la cruz
de Santiago en el pecho. Luego, más a la derecha, otros personajes han sido
identificados con Antonio de Leyva, Antonio de Covarrubias, Francisco de Pisa,
el coadjutor Pedro Ruiz Durán y el párroco Andrés Núñez de Madrid. También,
entre los personajes que pueblan la corte celestial, se ha querido ver ciertos
retratos, uno de los cuales se identifica con el mismísimo rey Felipe II, a
quien, aunque aún no había muerto cuando se pinta el cuadro, se le augura ya un
puesto en la gloria celestial. El rostro de la Virgen María es inconfundible:
el de doña Jerónima de las Cuevas, el gran amor del Greco. Y el niño que, en el
primer plano, señala la escena no es otro que su propio hijo Jorge Manuel
Theotocopuli. En el pañuelo que asoma en uno de sus bolsillos estampó el autor
la firma del cuadro: Domenikos
Theotokopolis epoiei 1578 (Demenicos Theotocopolis me hizo en 1578). Lo
cierto que la fecha ha suscitado no pocas controversias, toda vez que el cuadro
se pintó, según contrato, en 1586. Se suele interpretar la fecha 1578 como el
año que nació su hijo natural Jorge Manuel, el niño del cuadro, y la
constatación de la misma vendría a ser el reconocimiento de la paternidad del
Greco… Así lo interpretó en su día el estudioso Bartolomé Cossío.
Desde el punto de vista
de lo estético y lo estilístico, el cuadro puede definirse como obra maestra
del lenguaje manierista del Greco: tal es el alargamiento de las figuras, el
vigor de los cuerpos, los rostros como iconos yuxtapuestos, los escorzos
atrevidos de numerosas figuras, los variadísimos matices de colores, unos
ácidos y matados, otros brillantes y suntuosos, desde los broncíneos
resplandores de la armadura del cadáver, en que se reflejan la figura de San
Esteban y la mano que está a su lado, hasta el negro y blanco de los
caballeros, el oro anaranjado de las ropas litúrgicas, el púrpura del manto de
la Virgen, el blanco trasparente del roquete del clérigo y el blanco de los
pliegues de luz, y siempre luz, del Redentor…
Obra maestra, sin duda.
Obra genial. Y obra crucial en el devenir estético del Greco, que había llegado
a Toledo impregnado de bizantinismo oriental y de sensualismo veneciano, pero
en El
Entierro del conde de Orgaz se muestra ya plenamente conocedor de la
toledanidad: aspiración del hombre por lo eterno y, como escribió Cossío, “intimidad
mística, exaltado idealismo, ambiente
local... y sobriedad”. Rasgos que, debidamente administrados, propician una
obra maestra y toledana.