Hispanidad
¿Y qué es la
Hispanidad?, le preguntamos
al laberinto
aciago de la historia,
¿un confuso
huracán de oro y escoria
o el piélago en
que al cabo naufragamos?
Acaso la más
grande gesta humana.
El camino que
abrió una carabela
con la cruz y la
espada siempre en vela.
El Quijote. La
lengua castellana.
Tal vez. Pero
también la vividura
de las razas y
la íntima amargura
del inocente a
quien hirió la suerte.
Machu Picchu. El
nahuatl. La primitiva
pirámide maya. La
inquisitiva
mirada de
Atahualpa ante la muerte.
La Rábida
La Rábida de
Palos
tiene un
convento,
adonde Colón
vino
con su proyecto.
Y aquí los
frailes
se conjuraron
todos
para ayudarle.
Fray Juan y Fray
Antonio
van a la corte
para hablar a la
Reina
que los conoce.
Y allí le
explican
que ello será la
gloria
para Castilla.
La Reina los
escucha
con atención
y les da
garantías
para Colón.
¡Qué gran papel
tuviste en esta
historia
Reina Isabel!
Los frailes
convocaron
a los Pinzones
para que
reclutaran
barcos y
hombres.
Y todos juntos
descubren para
España
el Nuevo Mundo.
A Isabel la
Católica
Cuando Dios en
su cielo soberano
imaginó la reina
más señera,
buscó el molde
más fiel y más humano
y decidió
crearla en primavera.
En Madrigal
halló con qué la hiciera
y, entregado a
su oficio de Artesano,
puso el trigo en
su noble cabellera
y en sus ojos el
cielo castellano.
Y fuiste tú,
Isabel. Y en tu persona
Altas Torres
trenzaron la corona:
sabia y fuerte,
magnánima y sencilla.
Por eso, unida a
ti en honor y fama,
Madrigal con
orgullo te proclama
Madre de
España y Reina de Castilla.
Santa Fe
En la espaciosa
vega de Granada,
promesa de
futuro y esperanza,
con un buey, un
arado y una lanza
una Cruz
gigantesca fue trazada.
En sus brazos,
pujante y encalada,
una altiva
ciudad creció, a la usanza
de aquella santa
guerra y su mudanza,
con muro militar
fortificada.
En ella fincó
firme, fuerte y fiel
la reina de la
Fe, doña Isabel.
Allí aceptó
Boabdil las rendiciones.
Y allí, cuando
Granada fue vencida,
ensueño de
grandeza presentida,
Colón firmó las
Capitulaciones.
Arribada
1 de
marzo de 1493
El cielo
crepitaba electrizado.
Pinzón y sus valientes en cubierta,
avizorando la
tiniebla incierta,
sorteaban el
piélago erizado.
Habían
descubierto un Nuevo Mundo.
El mar, resuelto
en ásperos bramidos
abrió su abismo
tétrico y profundo
y los iba a
engullir despavoridos.
De pronto en
lontananza una caricia
de sol
desenterró la luz del día.
Una costa feliz
se perfilaba.
Era la verde y
plácida Galicia.
En la proa
Santiago conducía.
Bayona la Real
los esperaba.
Y fue Bayona
puerta de la gloria
por donde aquel
puñado de valientes,
demacrados
espectros fenecientes,
entraban
impasibles en la historia.
Tenía su aspecto
un halo indefinible
de grandeza y
horror. Eran sus ojos
relámpagos
heridos y terribles.
Sus ropas sólo
harapos y despojos.
Postrado en unas
pobres parihuelas,
llegó Martín
Alonso moribundo
Sus cuerpo
reflejaba las secuelas
del recio mar y
su bramar profundo
¡Pinzón!, gritó la
gente entusiasmada.
Pero él apenas
pudo ya oír nada.
Hernán Cortés desembarca en Palos
¿Quién es esa
armadura audaz que enciende
en al Puerto de
Palos la mañana,
capitán de
cadencia sobrehumana
que de la nave
impávido desciende?
Don Hernando Cortés, grita un rufián…
Él es quien con
la espada y con la pluma
la muerte
describió de Moctezuma
y la fama
alcanzó en Tenochtitlán.
En sus ojos trae
el fuego de la guerra.
Su pecho, con
magnánimo decoro,
exhibe el broche
de una iguana de oro.
Y con cesáreo
pie pisa la tierra.
Como quien viene
de un país lejano,
lo envuelve una
aureola de misterio.
Descansa en la
quietud del Monasterio.
Y a Guadalupe se
dirige ufano.
La ejecución de Vasco Núñez de Balboa
De Vasco Núñez
de Balboa, el valiente,
cuentan que
cuando fue decapitado
su cuerpo
horriblemente mutilado
fue expuesto en
una estaca ante su gente
y que una
esclava, que se halló presente,
mirando al
horizonte amoratado,
vio cómo desde
un cerro agigantado
aquel cuerpo se
alzó resplandeciente.
Leoncico, el
perro fiel, se estremecía.
Y cuando por el
cielo anochecía
Anayansi, la
esclava, vio la Cruz.
Eran dos brazos
que se desplegaban
y, antorchas del
ocaso, señalaban
el Atlántico Mar
y el Mar del Sur.
La muerte de Francisco Pizarro
No pudo
defenderse. Un brusco ruido
apenas le
previno la emboscada.
Lo hirió la
desventura de una espada.
Y en el suelo
cayó anciano y vencido.
En ese instante
en que sintió la helada
mordedura del
hierro enfurecido
su pasado, de
púrpura teñido,
se le agolpó en
la mente iluminada.
En vano se
esforzó en incorporarse.
Vio a Almagro.
Vio el campo victorioso
de Cajamarca. Y
vio el rostro borroso
de Atahualpa. No
pudo santiguarse.
Con tinta de su
sangre derramada
la Cruz dejó en
el suelo dibujada.
Alonso de Ercilla
¡Cómo expresar
mi asombro la mañana
en que llegué a
las chozas del Arauco!
Yo había servido
a nuestro Emperador.
De Madrid a
Milán, Bruselas, Munich…
¡cuántas
jornadas de capa y espada!
No me cegó el
encanto de la Corte.
Con don Andrés
Hurtado de Mendoza
pasé a Las
Indias. Su hijo don García
me llevó a las
regiones del Arauco
que describí en
octavas memorables.
Sobre mi cuello,
en cuántas ocasiones,
sentí el frío
resuello de las lanzas.
Junto a
Valdivia, Aguirre y sus secuaces
me vi en las
trágicas escaramuzas
de Lagunillas,
Quiapo y Millaraue.
Por mi pendencia
con Juan de Pineda
fui condenado a
muerte y perdonado.
En Perú el
deshonor fue mi destierro.
Hasta que pude
al fin volver a España.
¡Qué injusto fue
conmigo mi destino!
Yo me empleé con
español coraje.
Por donde fui,
poeta y caballero,
no di tregua a
la pluma ni a la espada.
Entregado al
oficio de los versos,
Doña María de
Bazán, mi esposa,
fue la paz que
mi espíritu exigía.
La muerte me
llegó triste y cansada.
Olvidado de
todos, en Ocaña
reposo en la
quietud de un monasterio.
Pero sé que no
he muerto para siempre.
Aún se estremece
mi fatal ceniza,
cuando recuerdo
la inmortal mañana
en que llegué a
las chozas del Arauco.
Tronco en los
hombros, se alzaba el titán.
Ya por los Andes
descendía la aurora.
Enhiesta en un
paisaje indescriptible
se recortaba su
feroz figura.
El Toqui.... Sí.
Yo vi a Caupolicán.
La muerte de
Cristóbal Colón
Noche lenta de
mayo. Sobre Valladolid
cunde la lluvia
terca de cada primavera
que hace más
melancólico el trance de la espera.
El marino se
apresta a la suprema lid.
Mustios en la
penumbra de un candil macilento,
unos frailes
murmuran el latín de rigor.
Y el marino, que
siente que ha llegado el momento,
se dispone en el
lecho al último estertor.
De pronto oye un
estruendo de olas y de velas,
como un rugir de
jarcias de viejas carabelas...
¡Es el mar!
¡Tierra! ¡Tierra! ¡Antillas y El Caribe!
¡Aquí, sueños de
gloria! ¡Aquí, mi Nuevo Mundo!
¿Venís a
despedir al viejo vagabundo?
No os aflijáis.
Me voy adonde el alma vive...
¡Adiós, Ruta del
Oro! ¡Adiós, vieja Castilla!
Ya vislumbro
radiante la luz de la Otra Orilla.
La muerte de
San Francisco Xavier
Una playa en
Sancián, frente a la vieja China.
Una choza de
troncos en la playa desierta.
Una frazada de
hojas y de ramas, cubierta
por una pobre
manta. Una luz mortecina.
La fiebre que no
cesa, La fiebre que camina
por los pulsos
de sangre hasta dejarla yerta.
Es la muerte que
viene como una ola abierta,
se cierne sobre
el mar y todo lo domina.
Así murió
Xavier. Sobre un tosco madero
quedó anclada su
vida de ardiente misionero.
El rostro
reflejaba una plácida calma.
Alguien soñó que
un claro rompimiento de cielo
vino a colmar el
rapto de su divino anhelo.
Dios enviaba un
ángel a recoger su alma.
El Virrey don Francisco de Toledo
Era sobrio y
escueto, puro asceta
forjado en el
erial del Arañuelo.
Tenía algo de
oráculo y profeta.
Dios y la
Hispanidad fue su señuelo.
Célibe como un
monje en su clausura
cultivó con
escrúpulo la honesta
virtud que a
todos era manifiesta.
Ello dio
autoridad a su andadura.
Tres principios
rigieron su actuación:
la justicia, el
honor, la religión.
Impávido,
inflexible, decidido
en el arduo
ejercicio de la ley,
de negro siempre
hasta los pies vestido,
fue la perfecta
imagen de Virrey.