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miércoles, 10 de febrero de 2016

EL GRECO Y TOLEDO


                                                                José María Gómez Gómez

Domenikos Theotokopoulos, que en Toledo fue llamado Dominico Greco, también El Griego y, finalmente, EL GRECO, nació en Candía, en  la isla de Creta, el año 1541. Su padre , Georgios, era comerciante y marino. Su hermano mayor, Manusso, fue un hábil  hombre de negocios que se enriqueció, pero terminó arruinándose. Domenikos se decidió por la pintura y a los 25 años de edad era llamado “maestro”. Por entonces su pintura se mostraba influida por un evidente bizantinismo, heredado de la tradición mistérica de los iconos orientales. Esa edad y ese reconocimiento gozaba cuando decidió trasladarse a Venecia.
Corría el año 1563 y en Venecia permaneció hasta 1570 dejándose influir de la “maniera” propia del renacimiento veneciano que lideraba Tiziano, aunque el mayor influjo lo recibió de Tintoretto, tanto en el tratamiento de la luz como en la fuerza y armonía del color… De esta época data el Tríptico de Módena, una Última Cena  y un Entierro de Cristo.
En 1570 se traslada a Roma, recomendado por Giulio Clovio en una carta al Cardenal Alessandro Farnese: “ha llegado a Roma un joven candiota, discípulo del Tiziano, que a mi juicio figura entre los excelentes en pintura”. Vivió un tiempo en el Palazzo Farnese. Pero tras perder la tutela del cardenal el Greco ingresa en la Academia de San Lucas el 8 de septiembre de 1572. Era requisito obligado para poder establecer taller propio en Roma. Y ya no hay más noticias sobre su estancia en Italia. Parece que se granjeó la enemistad de Miguel Ángel… y tuvo que abandonar la Ciudad Eterna. En julio de 1577 lo encontramos ya en Toledo por razones aún no totalmente conocidas. De la estancia en Roma nos quedan obras como el Retrato de Giulio Clovio, La curación del ciego  y El soplón.
El primer documento que relaciona al Greco con Toledo es un recibo de cuatrocientos reales a cuenta de su obra El Expolio, extendido por el Cabildo de la Catedral Primada con fecha 2 de julio de 1577. Parece, sin embargo, que había llegado a la ciudad unos meses antes, guiado por la amistad que había contraído en Roma con el noble toledano Luis de Castilla, que le recomendó para pintar los retablos del Convento de Santo Domingo el Antiguo que costeaba su padre, don Diego de Castilla. Y éste, deán del cabildo catedralicio, le consiguió a su vez el contrato para pintar El Expolio.
Por otra parte, se sabe que, antes de venir a Toledo, estuvo en Madrid, en la Corte, con la intención de trabajar para El Escorial y que, al no ser definitivamente del agrado de Felipe II, terminó instalándose en Toledo, donde el poder económico de la Iglesia rivalizaba con el del mismísimo rey. Apenas dos obras, y no de las mejores, pintó el Greco para El Escorial: El martirio de San Mauricio y la Alegoría de la Liga Santa. A partir de aquí toda su producción se centró definitivamente en Toledo y su Arzobispado. Describamos, pues, las colecciones de su pintura que, en la actualidad, atesora Toledo.




Una de esas colecciones se encuentra en el CONVENTO DE SANTO DOMINGO EL ANTIGUO.  Concretamente, en la iglesia del convento, y ya hemos dicho la ocasión en que el Greco contrató las pinturas que realizó para esta comunidad de monjas. El Retablo Mayor, que preside el presbiterio, fue trazado en principio por él, pero las trazas fueron modificadas después y reelaboradas por Juan Bautista Monegro, que terminó construyéndolo y tallando las esculturas que lo adornan. Una de sus principales aportaciones fue recrecer la altura (otro tanto haría en los dos altares laterales que hacen juego con el mayor). Consta de dos cuerpos, con un total de seis huecos y un medallón que acogen sendas inmortales pinturas de El Greco, una de las glorias, sin duda, del convento, aunque la mayor parte de ellas actualmente son copias, al haberse enajenado las originales debido a la penuria económica que en su día atenazó al convento. El cuerpo inferior se divide en tres calles, separadas por pilastras corintias exteriores y columnas, igualmente corintias, interiores. La calle central es un solo hueco que acoge el grandioso cuadro de la Asunción. Las calles laterales se subdividen en dos huecos cada una: los inferiores se estructuran con arco de medio punto y son de gran esbeltez, como para acoger las figuras pintadas por El Greco, maravillosamente amaneradas y alargadas (en este caso, los “Santos Juanes”: San Juan Bautista a la izquierda y San Juan Evangelista a la derecha); los dos huecos superiores, rectangulares y más reducidos de espacio, acogen los lienzos de San Bernardo y San Benito. El cuerpo superior o ático consta de un solo hueco, flanqueado por pilastras de orden compuesto y rematado en frontón triangular, hueco para el que El Greco pintó su inigualable Trinidad. Al recrecer el retablo, se añadió un adorno sobre el cuerpo inferior, invadiendo el espacio del superior. Se trata de una especie de frontón o cornisa circular que acoge en su centro un medallón ovalado, espacio para el que El Greco pintó su célebre Santa Faz. Cinco esculturas adornan el retablo en la altura, obras de Juan Bautista Monegro: dos profetas en los extremos laterales del arranque del cuerpo superior y las tres virtudes sobre el frontón triangular del mismo.
Haciendo juego con este Retablo Mayor, Monegro y El Greco realizaron dos pequeños altares laterales, de un solo cuerpo con amplio hueco en arco de medio punto, flanqueado por columnas y rematado en frontón triangular. Uno de ellos, el de la izquierda, acoge la pintura de la Adoración de los Pastores, sin duda una de las “perlas” del Greco. El otro, situado a la derecha, la Resurrección de Cristo, con la figura de San Ildefonso, que ha sido interpretada como retrato de Diego de Castilla. Esta pintura y las mencionadas de San Juan Bautista y San Juan Evangelista  son las únicas originales del Greco de todo el conjunto del Convento de Santo Domingo el Antiguo. Las demás son copias, por haberse vendido en su día las originales.
De esta manera tan brillante se iniciaba la carrera artística de El Greco en Toledo. Los lienzos de estos retablos de Santo Domingo el Antiguo son las primeras pinturas que realizó en nuestra ciudad. También constituyen el primer trabajo en colaboración entre El Greco y Monegro, colaboración que se repetiría y había de ser muy fructífera en el futuro.
Según la documentación más fiable, este convento conserva la cripta y la caja en que fueron enterrados los restos mortales del insigne pintor y de Alfonsa de Morales, la primera esposa de su hijo Jorge Manuel. El Greco fue enterrado en dicho lugar por disposición testamentaria. Pero no es seguro que sus restos se conserven en la cripta.

La SACRISTÍA MAYOR DE LA CATEDRAL DE TOLEDO alberga otra colección importantísima de pinturas del Greco. Todo su espectacular recinto está cuajado de lujo y belleza. Y entre sus obras de arte más sobresalientes destaca el conjunto de pinturas del Greco.  Su celebérrimo Expolio preside la Sacristía, enmarcado en elegante retablo.  Esta pintura, en  verdad inmortal, describe con  figuras y colores inigualables el momento en que Cristo es despojado de su túnica, mientras unos sayones barrenan en la cruz los agujeros para los clavos y una turba de rostros inconcebibles (unos crueles, otros asombrados y algunos indiferentes) contemplan la escena, en que no faltan la Madre compungida y María Magdalena auscultando la cruz. En el centro la impecable túnica color púrpura inconfundible, el tono más perfecto en ese color que jamás haya conseguido pintor alguno, y los ojos y el rostro y la cabeza de Jesús, que pueden ser considerados como la imagen más noble y digna que haya creado el arte.  
Por otra parte, con esta pieza se completa el simbolismo general y el mensaje que se quiere dar a este inmaculado recinto que es el gran salón de la Sacristía Mayor: el arzobispo y los canónigos deben despojarse de sus vestiduras con la debida honestidad, considerando cómo lo hace Cristo en El Expolio; y deben vestirse las ropas litúrgicas con la divina delicadeza con que la Virgen Santísima impuso la casulla a San Ildefonso, tal como se representa en el fresco sublime de la bóveda que inmortalizaron los pinceles de Lucas Jordán.
Los muros y frentes de este salón de a Sacristía Mayor albergan tal cantidad de obras de arte, especialmente pinturas, conjunto que no en vano puede ser considerado uno de los mejores que existe en Toledo. Destaca un Apostolado completo del Greco, pintado entre los años 1605 y 1610, impresionante serie de figuras en tres cuartos en que sobresalen los rostros alucinados, como de hombres que han visto y han sido trastornados por una experiencia de Divinidad. El Salvador, con la dulzura sobrehumana retratada en su rostro y en su ademán de bendecir, es un icono oriental, la mejor muestra del origen sereno y majestuoso del arte del Greco. San Pedro, en la célebre actitud inmortalizada por el pintor, con las manos anudadas en gesto de pedir perdón y el rostro irrepetible del arrepentimiento, en que destacan la incomparable transparencia acuosa de los ojos, inacabablemente llorosos. En fin, otro apóstol a destacar es San Lucas, interpretado en su supuesta profesión de pintor y mostrando en el evangelio abierto, que él escribió, la efigie de la Virgen con el Niño, de acuerdo con la tradición de que escribió inspirado por Ella, al haberla conocido en persona y retratarla con absoluta fidelidad… Pero en realidad todo el conjunto es digno de detenida contemplación y admiración. En las rudas y, a un tiempo, místicas figuras de este Apostolado estás todas las excelencias del arte del Greco: los rostros, recios y delicados a un tiempo; las manos, en las actitudes más diversas, manos que nadie ha pintado como él y son su más genuina firma en cada cuadro; y la variedad de matices de color e infinidad de combinaciones en mantos y túnicas, sublime cromatismo que va de los carmines a los azules o los verdes matizadísimos, unas veces con profunda intensidad, otras con gradaciones sutiles como dejando el color abocetado y desvaído…  No en vano El Greco es el pintor por excelencia de la espiritualidad de nuestros Siglos de Oro y de su marco más apropiado: Toledo.
Otra genial obra del Greco se conserva en esta Sacristía Mayor: San José con el Niño. En esta pintura se representa al patriarca San José como un caminante, al mismo tiempo que protector y guía del Niño Jesús. No es frecuente la versión de un San José joven y fuerte, propia del siglo XVI, no ya viejo y despistado como se le solía pintar en el medievo. En lo alto del cuadro un grupo de ángeles en atrevidísimos escorzos desciende de los cielos para coronar a San José, en un paisaje en cuyo fondo se vislumbra una de sus peculiares visiones de Toledo. Como en otros cuadros del Greco se repite aquí, con especial perfección, el celaje característico provocado por densos nubarrones iluminado por súbitos resplandores como de tormenta y éxtasis, que responde a una composición concéntrica, en torbellino, que es la impresión que produce el increíble movimiento de los ángeles que portan la corona de laurel. En verdad, es ésta una obra maestra que figurará en lugar destacado entre las numerosas que inmortalizan al pintor de Creta.




Entre las obras de arte que alberga el HOSPITAL TAVERA sobresalen aquellas que ejecutó El Greco y conforma la tercera gran colección de sus pinturas toledanas. En primer lugar hay que mencionar una de sus pocas esculturas, Cristo Resucitado, en madera policromada. Se trata de una figura de Cristo completamente desnudo, lo que denota un gran atrevimiento para la época, como flotando en el aire saliendo del sepulcro en el trance de la resurrección. Su destino era el interior del tabernáculo que debía presidir el Sagrario.
El antiguo Hospital conserva cinco lienzos pintados por El Greco, unos encargados por el rector del Hospital a comienzos del siglo XVII y otros tal vez provenientes de los bienes que se embargaron a su hijo Jorge Manuel por incumplimiento del contrato de la obra de los retablos. Sea por la razón que fuere, el Hospital conserva el Retrato del Cardenal Tavera, pintado por el Greco sesenta años después de que muriera el fundador del Hospital, parece ser que a base de la mascarilla de cera que se sacó del cadáver y que sirvió a Berruguete para labrar en mármol el rostro de la figura yacente del monumento sepulcral. Es la explicación que se da al aspecto demacrado, cadavérico, del rostro que pintó el Greco y que contrasta con la púrpura de la veste del Cardenal y del bonete, situado junto a la mano que apoya sobre un libro. Se trata de un retrato que se ajusta fielmente a la tipología de los muchos que pintó El Greco: figura en medio perfil, los ojos dirigidos de frente al espectador y fondo oscuro que propicia la impresión de icono, abstracción y majestad del retratado.
También del Greco son tres cuadros de devoción conservados en esta colección. Una Sagrada Familia con Santa Ana (c. 1595), tenida por la mejor de cuantas pintó: una bellísima Virgen María (¿su esposa Jerónima de las Cuevas?) da el pecho al Niño ante la tierna mirada de San José (¿el propio Greco?) que acaricia el piececillo del Niño y Santa Ana que acaricia la cabecita del infante. La mano de la Virgen que sostiene al Niño es una de las más emblemáticas manos del Greco.
Otro cuadro de devoción son Las lágrimas de San Pedro (c. 1605), de gran perfección como su gemelo que se conserva en la sacristía de la Catedral, y  un San Francisco de Asís penitente (c. 1600), figura de cuerpo entero y de perfil que evoca la estancia del santo de Asís en el Monte Alvernia, en actitud penitente ante un crucifijo.
Pero el más importante cuadro del Greco que se conserva en el Hospital es el Bautismo de Cristo, una de las obras maestras del genial pintor. Estructurado en dos partes, de acuerdo con los dos mundos de la filosofía platónica que tanto atraía al pintor: el lugar celeste, con Dios Padre en espectacular rompimiento de gloria, circundado de ángeles, y la tierra, en que se figura la escena del Bautismo. En el centro, uniendo los dos mundos, el Espíritu Santo en forma de paloma, blanquísima como la veste del Dios Padre. Todo un alarde variegado y variopinto imprime El Greco a las figuras, que se alargan y alargan: desnudos Cristo y San Juan, ataviados con vestes de colores intensos los ángeles que les circundan, juegos de focos de luz y claroscuro… Todo un curso de la estética pictórica de El Greco exprime esta maravillosa obra.

El MUSEO SANTA CRUZ alberga una cuarta colección de pinturas del Greco, algunas de las cuales son verdaderas obras maestras mientras otras parecen más bien obras de taller. En efecto, al hablar de las obras del Greco hay que distinguir las que salieron íntegramente de sus manos (y en ellas resplandece el genio y la perfección de un pintor sublime) y las que pintaban los discípulos en su taller (que no muestran esa perfección en el acabado del dibujo, de la luz y del color).
En esta colección destaca una auténtica obra maestra, La Asunción. Este cuadro fue uno de los que pintó el Greco para la llamada Capilla de Oballe en la Iglesia de San Vicente, para el retablo del enterramiento de Isabel Oballe, toledana que, siendo muy pobre, había emigrado a Las Indias, donde amasó una gran fortuna en el siglo XVI. El estudioso especialista Wethey piensa que el cuadro representa más bien la Inmaculada Concepción. Otros cuadros pintados para este retablo, San Ildefonso vestido de pontifical y San Pedro, se encuentran en El Escorial. El Museo Santa Cruz guarda, sin embargo, una copia del San Ildefonso. Otras pinturas destacables de esta colección son una Inmaculada contemplada por San Juan Evangelista, un Santiago Peregrino, un San Agustín, una Verónica con la Santa Faz y una de las versiones de Los santos Juanes (San Juan Evangelista con San Juan Bautista).




La llamada CASA DEL GRECO, mansión toledana de gran sabor en el barrio de la judería, alberga otra importante colección de obras del gran Theotokopouli, como también solía ser llamado. A comienzos del siglo XX el Marqués de Vega-Inclán creó lo que podemos considerar un entrañable museo en unas casas de mucho sabor histórico, que él mismo reconstruyó y adaptó. En sus sótanos han sido descubiertos más recientemente unos baños rituales judíos muy interesantes y otras dependencias.
Pero lo más sobresaliente es el conjunto de obras del Greco que la Casa-Museo atesora. Entre ellas un Apostolado completo (los doce apóstoles y el Salvador), tenido por el último que pintó y perteneció al desaparecido Hospital de Santiago. Además, otro cuadro sobre uno de sus temas preferidos: Las lágrimas de San Pedro.
Muy interesante resulta el grupo de retratos, entre los que sobresale el de Diego de Covarrubias (hijo del célebre arquitecto, obispo de Segovia y defensor de la igualdad de derechos y la libertad de todos los hombres, incluidos los aborígenes de América, lo que supuso un gran avance del derecho en el siglo XVI). Otros retratos son el de Antonio de Covarrubias (hermano del anterior), otro que se supone ser de Juan de Ávila (el insigne predicador, escritor y maestro de espiritualidad).
Del retablo que presidía la Capilla del Colegio de San Bernardino la Casa-Museo conserva la pintura central de San Bernardino de Siena, espectacular ejemplo de las alargadas figuras de que hacía gala el Greco.
Sin duda, el más importante de la colección es el asombroso Vista y plano de Toledo, de la última etapa del pintor. En él se plasma con impecable fidelidad la topografía de Toledo tal como fue en los Siglos de Oro. A la “vista” se le añadió más tardíamente (parece que por un discípulo) el “plano”, que sostiene un adolescente en sus manos.  Pero la fidelidad geográfica y realista se trastorna y potencia con tres geniales añadidos, especie de símbolos o emblemas que enriquecen estéticamente al cuadro: Laocoonte con el cántaro, que representa una alegoría del Padre Tajo, dios protector de Toledo; la Descensión de la Virgen e Imposición de la Casulla a San Ildefonso, verdadero emblema histórico-religioso de Toledo; y la curiosa disposición del Hospital Tavera, flotante y misterioso fantasma que surge de la niebla, con la fachada mirando al espectador para destacarlo e inquietarnos sobrepasando lo real y trazando así una especie de ciudad de ensueño. Una de las grandes genialidades del Greco.
LA CAPILLA DE SAN JOSÉ posee, sin duda, el conjunto de pinturas del Greco menos conocido de cuantos atesora Toledo. El Greco correspondió al encargo que le fue efectuado a finales de 1597 por el noble devoto Martín  Ramírez de Zayas, catedrático de Teología de la Universidad de Toledo y patrono de su Capilla de San José. Estaba destinado al monasterio fundado por Santa Teresa y, concretamente, a la capilla funeraria del mencionado fundador. En la historia ha quedado como la primera capilla en la iglesia Católica consagrada a San José, el patrono escogido por la santa abulense para sus fundaciones.
Precisamente para ornamentarla, y de acuerdo con lo contratado, El Greco pintó los lienzos de San José con el Niño y la Coronación de la Virgen para el retablo mayor, y San Martín partiendo su capa con el mendigo (hoy en la Washington National Gallery) y La Virgen con el Niño, Santa Martina y Santa Inés para los retablos laterales.
San José con el Niño fue definido por el estudioso J. Álvarez Lopera como “una de las más felices creaciones del pintor”: el santo patriarca, acompañado por el Niño, parece elevarse desde la Peña del Moro, con Toledo al fondo, celajes dramáticos y nubarrones, mientras del Cielo desciende un coro angélico en remolino portando flores y corona de laurel.



EL ENTIERRO DEL CONDE DE ORGAZ
Hemos dejado para el final la que es universalmente considerada obra cumbre del Greco y una de las glorias más excelsas de la pintura española. Se conserva en el lugar para el que fue destinada y en el que fue colocada en su día: la Iglesia Parroquial de Santo Tomé (justamente frente al lugar en que fue enterrado el Señor de Orgaz, momento histórico-legendario que ilustra el cuadro).
La obra fue un encargo del párroco de Santo Tomé, Andrés Núñez de Madrid, en marzo de 1586. No tenemos claro quién tuvo la feliz ocurrencia del proyecto que firmaron el pintor y el párroco. Lo normal es pensar que el párroco le diera una leve idea de lo que quería y el pintor elaborara el proyecto a realizar: una representación del milagro que, según tradición, tuvo lugar en el entierro del señor de Orgaz, a saber, que ante el estupor de los nobles caballeros e hidalgos toledanos se aparecieron San Agustín y San Esteban, sosteniendo ambos el cadáver de Gonzalo Ruiz de Toledo al ser introducido en el sepulcro. El pintor se compromete a pintar dos grandes sectores o espacios: el inferior o terrenal (en que se representaría el milagro descrito) y el superior o celestial (en que el alma del difunto sería introducido en el cielo en medio de una gran visión de la corte celeste abierta en espectacular gloria.
Y tal fue el resultado obtenido por El Greco. La mitad inferior del cuadro describe la escena del enterramiento: el milagro  es representado con gran realismo. Desde la izquierda, nuestra mirada arranca guiada por el primer fraile que contempla la escena, invitándonos a ello con su gesto, y otro tanto hace el niño señalando con su brazo. En el centro se describe magistralmente el milagro: San Esteban, revestido de diácono, y San Agustín, de arzobispo, sostienen al caballero, vestido de armadura, mientras una elegante teoría de hidalgos toledanos contemplan la escena. A la derecha de este espacio terrenal, el celebrante oficia las exequias revestido con espectacular capa pluvial, mientras a su lado, de espaldas, un clérigo con roquete de sutilísima trasparencia levanta los ojos hacia la altura extendiendo los brazos, invitándonos a todos cuantos contemplamos el cuadro a no quedarnos en el suelo, en la tierra, sino a admirar lo que sucede en el plano superior, en el cielo. En efecto, en ese espacio superior se sublima el mensaje último del cuadro: el alma del difunto es introducido en la Gloria donde es recibida por el Redentor y toda la corte celestial. Y en este espacio nos deleitamos contemplando su simétrica estructura piramidal: dos densas nubes establecen la ruptura o frontera con respecto al espacio terrenal; a cada lado, en los extremos, sendas escenas simbolizan los dos Testamentos de la Revelación: a la izquierda, David con el arpa significa el Antiguo Testamento; a la derecha, la Resurrección de Lázaro evoca el Nuevo Testamento. La misma simetría se guarda en el plano superior: San Pedro con las llaves a la izquierda, feliz de haber abierto el cielo a caballero tan cristiano y excelente; a la derecha, todo un séquito celestial de bienaventurados que asisten a la escena como los hidalgos, en el plano terrenal, asisten al enterramiento. El centro de la Gloria obedece a la perfecta estructura de un rombo: en el vértice inferior un ángel alado sostiene el alma del difunto en sus manos y lo introduce en el cielo; en el vértice izquierdo, la gran mediadora, la Virgen María; en el vértice derecho, el mediador San Juan el Bautista; y en el vértice superior, inundado de luz y sólo luz, el Redentor en dulce actitud acogedora. Esta estructura piramidal jerarquizada, con la figura de Cristo en el centro, es tenida como expresión del espíritu de la Contrarreforma: Cristo, desde el cielo, irradia su luz a toda la corte celestial y a la Iglesia militante que se representa en el espacio terrenal.
Técnicamente, el cuadro contiene tantas bellezas y perfecciones que con toda justicia ha sido considerado la obra maestra del Greco y una de las cuatro  o cinco piezas fundamentales de la pintura española. Su contenido representa fielmente la esencia histórica cristiana de España: “este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar”, como lo definió Jorge Manrique en su inmortal poema. Luego, todo el conjunto está cuajado de sublimes perfecciones particulares. Una de ellas, la armónica distribución geométrica: el plano inferior o terrenal se enmarca en un rectángulo; el plano superior o celestial se estructura en una pirámide que contiene a su vez un rombo.
Detalles de gran belleza pictórica ofrece las ropas litúrgicas, cuajadas de exquisitos bordados: la dalmática de San Esteban, vestimenta de diácono, con escenas de su martirio por lapidación… la capa arzobispal y mitra de San Agustín, la capa pluvial del celebrante, la blanca trasparencia del roquete del clérigo… los rostros de los hidalgos y la delicadeza de sus manos, todas ellas tan del Greco… el rompimiento de gloria al que el alma del difunto accede por esa especie de conducto vaginal (simbolizando sin duda que, cuando morimos, nacemos a una nueva vida…).
En los rostros de los personajes que asisten al entierro estampó el Greco retratos de contemporáneos, con lo que parece haber pretendido dar intemporalidad a su pintura, toda vez que para una escena sucedida en el siglo XIV utiliza rostros, vestimentas y armadura del siglo XVI. Así han sido identificados, empezando por la izquierda y pasando los dos frailes, al obispo Diego de Covarrubias, al pintor dominico Juan Bautista Maíno, un autorretrato del propio Greco mirándonos fijamente, y el Conde de Orgaz contemporáneo del Greco, Juan Hurtado de Mendoza, con la cruz de Santiago en el pecho. Luego, más a la derecha, otros personajes han sido identificados con Antonio de Leyva, Antonio de Covarrubias, Francisco de Pisa, el coadjutor Pedro Ruiz Durán y el párroco Andrés Núñez de Madrid. También, entre los personajes que pueblan la corte celestial, se ha querido ver ciertos retratos, uno de los cuales se identifica con el mismísimo rey Felipe II, a quien, aunque aún no había muerto cuando se pinta el cuadro, se le augura ya un puesto en la gloria celestial. El rostro de la Virgen María es inconfundible: el de doña Jerónima de las Cuevas, el gran amor del Greco. Y el niño que, en el primer plano, señala la escena no es otro que su propio hijo Jorge Manuel Theotocopuli. En el pañuelo que asoma en uno de sus bolsillos estampó el autor la firma del cuadro: Domenikos Theotokopolis epoiei 1578 (Demenicos Theotocopolis me hizo en 1578). Lo cierto que la fecha ha suscitado no pocas controversias, toda vez que el cuadro se pintó, según contrato, en 1586. Se suele interpretar la fecha 1578 como el año que nació su hijo natural Jorge Manuel, el niño del cuadro, y la constatación de la misma vendría a ser el reconocimiento de la paternidad del Greco… Así lo interpretó en su día el estudioso Bartolomé Cossío.
Desde el punto de vista de lo estético y lo estilístico, el cuadro puede definirse como obra maestra del lenguaje manierista del Greco: tal es el alargamiento de las figuras, el vigor de los cuerpos, los rostros como iconos yuxtapuestos, los escorzos atrevidos de numerosas figuras, los variadísimos matices de colores, unos ácidos y matados, otros brillantes y suntuosos, desde los broncíneos resplandores de la armadura del cadáver, en que se reflejan la figura de San Esteban y la mano que está a su lado, hasta el negro y blanco de los caballeros, el oro anaranjado de las ropas litúrgicas, el púrpura del manto de la Virgen, el blanco trasparente del roquete del clérigo y el blanco de los pliegues de luz, y siempre luz, del Redentor…

Obra maestra, sin duda. Obra genial. Y obra crucial en el devenir estético del Greco, que había llegado a Toledo impregnado de bizantinismo oriental y de sensualismo veneciano, pero en El Entierro del conde de Orgaz se muestra ya plenamente conocedor de la toledanidad: aspiración del hombre por lo eterno y, como escribió Cossío, “intimidad mística,  exaltado idealismo, ambiente local... y sobriedad”. Rasgos que, debidamente administrados, propician una obra maestra y toledana.