LOS REYES
CATÓLICOS Y LA LENGUA ESPAÑOLA
“Difundiendo e imponiendo una lengua única, conciliaron
los romanos a los hombres de todas las naciones, por creer firmemente que,
después de la unidad de religión, sólo la unidad y conformidad de la lengua
puede hacer posible la convivencia en el Imperio. Lo contrario divide, enajena
y tiene en sospecha a los unos de los otros, como los sordos que siempre se
recelan y sospechan mal de las palabras que se hablan delante de ellos.” (Glosa de una carta de Arias Montano al duque de Alba,
escrita en Amberes en 1570, publicada en las memorias de la Academia de la
Historia, t. VII)
Y
éste fue el pensamiento de los Reyes Católicos, ante el espectáculo de España
con sus variedades dialectales: para crear la Unidad Nacional y el Imperio Español,
que presentían, había que imponer sobre España una lengua sola, y derramarla
luego por tierras lejanas, todavía ignotas, aunque adivinadas.
Todo empezó, sin embargo, con el entusiasmo por el latín,
que se había iniciado ya en la corte de Juan II. En ello llevó la iniciativa la
propia Reina, discípula de la célebre humanista Beatriz Galindo: “Aunque no sabía la lengua latina holgaua en gran manera oyr oraciones y
sermones latinos. Porque le parescía cosa muy excelente la habla latina bien
pronunciada. A cuya causa siendo muy deseosa de lo saber, fenescidas las
guerras en España, començó a oyr leciones de gramática. En la qual aprovechó
tanto que no sólo podía entender a los embaxadores y oradores latinos, mas
pudiera fácilmente interpretar y transferir libros latinos en lengua
castellana...” (Lucio Marineo Sículo, Cosas memorables de España, Alcálá, 1533)
Sus hijas, las infantas, estudiaban latín
con tanto empeño y provecho, que una de ellas, doña Juana, la que había de ser
madre del Emperador Carlos, llegaba a improvisar en Flandes, años más tarde,
discursos oficiales en la lengua de Roma; y del príncipe, niño, don Juan se
aseguraba que era “buen latino”. Y como, según entonces decían, “Jugaba el rey,
eran todos tahúres: estudia la reina, somos agora estudiantes”, dábanse todos
al estudio del latín, pues “lo que los reyes facen, bueno o malo, todos
ensayamos de lo facer” (Juan de Lucena, "Epístola exhortatoria a las
Letras").
Los nobles eran los primeros en imitarlos.
para ello se procuraban los mejores maestros del mundo: el almirante don
Fadrique hacía venir al siciliano Lucio Marineo Sículo; el conde de Tendilla,
embajador en Roma, traía de Italia al lombardo Pedro Mártir de Anglería; el
cardenal Fonseca sacaba de Bolonia al joven andaluz Elio Antonio de Nebrija,
lumbrera ya de España, para tenerlo consigo en Sevilla.
Los nobles tenían, además, a gala albergar
en sus palacios y colmar, en ellos, de honores a sus maestros de latín. Varios
años estuvo Nebrija viviendo en el palacio del gran maestre de Alcántara, don
Juan de Zúñiga, en Zalamea de la Serena. En aquella mansión escuchaban sus
lecciones el propio maestre, sus hijas, una de ellas la esposa del duque de
Alba, y un grupo de discípulos, entre ellos quizá Hernán Núñez (el comentador
de Juan de Mena), el Pinciano y Florián de Ocampo.
En las universidades era tan grande el
entusiasmo de la juventud por la lengua latina y tal la pasión de los
discípulos por sus maestros de humanidades, que en la de Salamanca alzaban los
estudiantes en hombros a Pedro Mártir de Anglería y lo introducían con este
triunfal aparato en el aula en que comentaba las “Sátiras” de Juvenal.
En fin, era tanto el celo por la lengua
latina, que Nebrija, al terminar una de sus clases en la Universidad de Salamanca,
solemnemente elevaba una plegaria a Dios y a la Virgen para que extinguiera la
barbarie e ignorancia de la latinidad, y a los Reyes y a don Juan de Zúñiga
exhortábalos también a que persiguiesen a los enemigos del latín.
Claro es que, si se estudiaba con tanto
empeño, no era por mero interés filológico, sino por conocer a través de
aquella lengua la cultura clásica, madre de la civilización occidental, que se
intentaba restaurar. Pero, sobre todo, lo que España admiraba en aquella
cultura del pueblo romano era su insuperable organización política: España veía
en la Roma de los Césares el modelo de lo que ella podría ser en un futuro muy
próximo; soñaba en un imperio como el de Roma. Y una de las cosas que de la
Roma imperial la España renacentista admiraba era la expansión de su lengua, la
latina, propagada por los Césares sobre un inmenso territorio de muchas y
diversas hablas, a cuyos pueblos dotaron así de las ventajas innúmeras de un
lenguaje común, indispensable a todo Imperio.
“Difundiendo e imponiendo una lengua única,
conciliaron los romanos a los hombres de todas las naciones, por creer
firmemente que, después de la unidad de religión, sólo la unidad y conformidad
de la lengua puede hacer posible la convivencia en el Imperio. Lo contrario divide,
enajena y tiene en sospecha a los unos de los otros, como los sordos que
siempre se recelan y sospechan mal de las palabras que se hablan delante de
ellos.” (Glosa de una carta de Arias Montano al duque de Alba, escrita en
Amberes en 1570, publicada en las memorias de la Academia de la Historia, t.
VII)
Y éste fue el pensamiento de los Reyes
Católicos, ante el espectáculo de España con sus variedades dialectales: para
crear el Imperio español, que presentían, había que imponer sobre España una
lengua sola, y derramarla luego por tierras lejanas, todavía ignotas, aunque
adivinadas.
Esta lengua no podía ser otra que la
castellana, la única llamada, desde comienzos de la Reconquista, a irse
ensanchando cada vez más, para suprimir diferencias dialectales o lingüísticas.
Y así lo comprendió el rey aragonés Fernando, el único que hubiera podido
variar el rumbo histórico del castellano.
Porque en 1474, cuando Castilla y Aragón se
unieron, Isabel hablaba el castellano, y Fernando, el aragonés; ella decía
“embra”, “acer”, “ablar”, mientras que él pronunciaba “fembra, facer,
fablar...”, pues la conservación de la f era, al revés que en castellano, la
principal característica dialectal de Aragón. Mas el Rey bien pronto abandonó
su lengua, para pronunciar en castellano, lo mismo que su esposa: “arina, acer,
acienda...”. Narra este episodio Menéndez Pidal en “El lenguaje del siglo XVI” (Cruz
y Raya, Madrid, 1933).
Unidad de mando y de lengua fue, pues, el
recio sostén del nuevo Estado, uno de cuyos símbolos el hinojo, representaba,
como palabra, la unión de dos pueblos y dos hablas: porque en Castilla decían
“inojo” con la misma letra inicial de Isabel, y en Aragón “finojo” con la letra
de Fernando.
El poeta aragonés Marcuello, en un poema
perdido, y solo conocido por un resumen de Latasa, dedicábase a interpretar y
relacionar tales palabras y sus iniciales:
“Llámala Castilla Ynojo –ques su letra de
Ysabel- y de Yesus Hemanuel. -Llámala Aragón fenojo –ques su letra de Fernando-
y de fhe las dos de un bando”.
“Estas
divisas, mis Reyes,- fueron bien consideradas- y con fhe y Yhesus armadas”.
“Pues aquel yugo entra con y –flechas con
effe doblada- más ganarán que Granada”.
Llega entonces el momento culminante de la
expansión del castellano por la Península: en la gran empresa de “reducir –como
decía Nebrija- e ayuntar en un cuerpo e unidad de Reino los miembros en pedazos
de España derramados”, la mutua comprensión entre hermanos exigía la sumisión
de todos a un lenguaje único.
Ilustre colaborador de los reyes en aquella
gran tarea de dar a España unidad lingüistica fue el propio Nebrija, autor de
una Gramática Castellana compuesta con el fin –entre otros- de que aprendiesen
nuestra lengua los “vizcaínos y navarros” –aparte de los “franceses e
italianos”-, ya que “no solamente los enemigos de nuestra Fe tienen necesidad
de saberla”.
Enorme fue el empeño que todos pusieron
entonces en usarla o escribirla, sobre todo los aragoneses, que siguiendo el
ejemplo de su Rey, diéronse a abandonar sus modalidades dialectales aragonesas
para escribir en el más puro castellano, ya que como decía Bernardino Gómez
Miedes, “los castellanos tienen los conceptos de las cosas más claros y así los
explican con vocablos más propios y bien acomodados; de más que, por ser de sí
elocuentes en el dezir, tienen más graciosa pronunciación que los aragoneses”
(de Mdez Pidal, “El lenguaje del siglo XVI”).
Los catalanes, que hacía muy poco, en la
corte de Alfonso V, habían preferido el castellano, aparecen en el “Cancionero
de Stúñiga” componiendo sus versos en castellano. Se siente entonces profunda
admiración por Castilla y uno de ellos la elogia en estos términos:
En Castilla es proesa,
franquesa, verdat, mesura,
en los Señores larguesa,
en donas grand fermosura.
Eran además aquéllos los momentos en que el
catalán, después de haber sido cultivado por un Desclot, Muntaner, Lull,
Eximenis, Ausias March, Roig, etc. inicia su decadencia literaria.
En Valencia, foco de cultura muy superior
entonces al de Barcelona, la lengua de su primer conquistador, el Cid,
penetraba por las vegas del Segura y del Júcar. En el Cancionero General,
impreso en Valencia en 1511, en castellano escriben el conde Oliva, Mosén
Tallante, el comendador Escrivá y otros tantos valencianos. Uno de ellos
Narciso Viñoles, en su traducción de la Summa Chronicarum, alaba la “limpia,
elegante y graciosa lengua castellana, la cual puede muy bien, y sin mentira ni
lisonja, entre muchas ... de aquesta nuestra España, latina, sonante y
elegantíssima ser llamada”.
Viziana, en 1574, describe todavía la
propagación del castellano por Valencia en estos términos: “La lengua
castellana se nos entra por las puertas deste Reino, y todos los valencianos la
entienden y muchos la hablan, olvidados de su propia lengua”.
Portugal, en los primeros años del siglo
XVI, cedía a Castilla su mayor poeta, después de Camoens: en Lisboa –ante una
hija de los Reyes Católicos, doña María, madre del rey de Portugal Juan III
–recitaba Gil Vicente, en castellano, la primera obra de teatro que se
representaba en Portugal.
Los Reyes Católicos y la unidad del
lenguaje
Una vez conquistada Granada, también los
moros de aquel antiguo reino tuvieron que usar el castellano. En ellos pensó
aquel amigo de Nebrija, Fray Hernando de Talavera, arzobispo de Granada. Este
gran apóstol de los moriscos se propuso formar sacerdotes que sabiendo árabe
llevasen al territorio granadino la religión y la lengua española.
Para ello reunió a varios alfaquíes, bajo
la dirección del fraile Pedro de Alcalá, quien en 1505 publicó un diccionario español-árabe,
el primero que hasta entonces en el mundo se había compuesto para traducir una
lengua moderna al árabe. Una gramática o “Arte para ligeramente saber la lengua
arábiga” lo completaba, a imitación el latino y castellano de Nebrija.
Más arraigado que en los moriscos estaba el
castellano en los judíos, pues éstos venían cultivándolo incluso
literariamente: recordemos a Sem Tob (1350), rabino de Carrión, el autor de los
“Proverbios morales”, o a otros poetas, como Antón de Montoro y Juan Alfonso de
Baena.
Los judíos utilizaron, pues, el castellano
con una especial afección, que conservaron y conservan, después de ser
expulsados precisamente en 1492: todavía lo hablan hoy los descendientes de
aquellos expulsos o sefardíes, que están diseminados por el Norte de Africa,
Palestina, Siria, Turquía y hasta por Rumanía, Bulgaria, Servia y Bosnia, o sea
por lo que fue el antiguo Imperio Otomano, donde mejor fueron acogidos.
Mantienen, además, un vivo recuerdo de la Poesía española: recitan de memoria,
sobre todo, romances, y guardan fielmente los refranes antiguos. Cultivan
también el español escrito, publicando libros y periódicos, bien con tipos
latinos, bien con hebraicos.
Ahora bien: estos judíos, aislados de la
Península desde 1492, no hablan el español de hoy, sino el de entonces, o sea
que todavía emplean sonidos y palabras del siglo XV, distinguiendo la s de la
ss, y la j de la x, y la b de la v (como en la época de Alfonso el Sabio), o
empleando en el vocabulario arcaísmos como “agora”.
Claro es que este castellano no se conserva
tal como saliera entonces de España: toda lengua se renueva constantemente, y
los sefardíes han renovado su judío-español, incorporando a él hebraísmos y
extranjerismos tomados de los idiomas de aquellos países donde residen. (Ver:
Wagner: “Caracteres generales del judeoespañol de Oriente, Madrid 1930; Mdez.
Pidal: “Catálogo del Romancero judío español”, Cultura Española, 1906-07;
Kayserling: “Biblioteca española-portuguesa-judaica”, Estrasburgo, 1890).
Al propósito de unificar lingüísticamente
la Península iba parejo –como ya hemos indicado- el de difundirla por Ultramar.
Esa fue precisamente la idea obsesionante de Nebrija al redactar su Gramática
Castellana en 1492: Nebrija soñaba en una prodigiosa expansión de nuestra lengua
por el mundo.
Un día de aquel año se acercó a Isabel la
Católica acompañado de su amigo Fray Hernando de Talavera, a la sazón obispo de
Avila e íntimo de Colón; quería Nebrija que viese la reina aquella Gramática,
antes de que corriese en manos de las gentes; la Reina preguntó entonces “que
para qué podía aprovechar”, y arrebatando el obispo a Nebrija la respuesta,
dijo solemnemente contestando por él: “Después que vuestra Alteza meta debajo
de su yugo muchos pueblos bárbaros e naciones de peregrinas lenguas e con el
vencimiento aquellos ternán necesidad de recebir las leyes que el vencedor pone
al vencido e con ellas nuestra lengua, entonces por este Arte podrán venir en
el conocimiento della.”
En fin, los tres sabían ya que aquellos
pueblos de peregrinas lenguas no podían ser otros que los que Colón estaba a
punto de descubrir.
Un gran invento, el de la Imprenta, vino
además a asegurar esa difusión del español y aun a variar favorablemente su
rumbo histórico. Hasta entonces las gentes no habían podido gozar de la
eficacia del lenguaje escrito, primero como medio poderoso de difusión de la
lengua, con reproducciones múltiples de una misma obra; segundo, como elemento
renovador del lenguaje hablado, y tercero, como elemento estabilizador del
mismo.
Con la Imprenta, el lenguaje escrito
llegaba a las muchedumbres y convertíase en fuente renovadora del lenguaje;
llegaban los escritos intactos a las gentes tal como salieran de las plumas de
los grandes autores, y así se hacían permanentes unas mismas palabras y
sonidos, alcanzando así el lenguaje, poco a poco, la fijación y estabilización
imprescindible a toda lengua civilizadora.
Nebrija (1441-1522), el árbitro lingüistico
de aquella España, era, según el retrato que de él nos ha transmitido Nicolás
Antonio, mediano de estatura, pero bien formado; su rostro, que respiraba
majestad, decía ser el de un hombre consagrado al estudio; su voz, grácil o
sutil; delgadas piernas; ojos pequeños. Había nacido en Lebrija (Sevilla); se
formó en Italia principalmente. Explicó luego en Sevilla, Salamanca y Alcalá de
Henares.
Como todos los grandes humanistas del
Renacimiento, Nebrija aspiró a poseer una visión totalitaria del universo. Por
eso trabajó en tan diversas disciplinas como la Teología, Derecho, Ciencias
Naturales, Cosmografía y Geodesia. Estudió griego y hebreo; pero el latín
absorbió casi toda su vida: su diccionario romance latino (1491), al lado del
que por encargo de la Reina compuso el anciano Alonso de Palencia un año antes,
son, en realidad, los dos primeros diccionarios de la lengua española. Su
interés y amor hacia el Imperio romano le llevaron a estudiarlo no sólo en los
libros, sino también en las ruinas de Mérida, cuyo Circo y Naumaquia exploró
por vez primera en España.
Mas Nebrija no es sólo el restaurador de la
Antigüedad profana, sino también de la sagrada: en 1513 colabora con Cisneros
en la Biblia Políglota y se adelanta a Erasmo- su contemporáneo, aunque mucho
más joven éste- en los métodos científicos de exégesis bíblica.
Trascendental en la marcha del Renacimiento
europeo fue también su estudio de la lengua castellana, pues con él despertó en
Europa el interés por las lenguas vulgares: Nebrija, primer historiador, por
cierto, del español (en el prólogo de su Gramática sienta el origen latino del
castellano y, en pocas palabras, traza la primera historia del español),
dignificó nuestra lengua haciéndola objeto de estudio como el latín y
proclamándola política y estéticamente émula de la de Roma; años después,
Italia, Francia y Alemania se dedicaban a estudiar y valorizar sus lenguas
vulgares respectivas.
Los Reyes Católicos le estimaban mucho. La
Reina tenía el empeño de que él fuera el maestro de su hijo, el malogrado
príncipe don Juan. De sus obras se informaba con todo detalle y hasta gustaba
tenerlas en sus manos en muestra, antes de que salieran a la luz.
En fin, cuando los Reyes pensaron en
esculpir y bordar en piedras y estandartes el símbolo de España, llamaron a
Nebrija y él fue quien hizo “la acertada aguda y grave empresa de las saetas,
coyunda y yugo, con el alma Tanto Monta, que fue ingeniosa alusión.” (Historia
del Escorial, del Padre Sigüenza).
Isabel la
Católica y la lengua castellana
Tan
trascendental para el futuro como la obra de Nebrija fue la actitud de la reina
Isabel ante el lenguaje, no sólo en su aspecto político, sino también desde el
punto de vista de la estética del castellano. Porque ella, indudablemente,
ponía en su lenguaje un nuevo estilo, en oposición al exagerado y artificioso
de los tiempos de su padre Juan II; un nuevo estilo que admiraban y procuraban
imitar las gentes de entonces.
En primer lugar, ponía en su hablar la
reina Isabel una sobriedad, propia de su elegante sencillez y modestia; por eso
no le agradaban hueros discursos ni frases altisonantes: “Aborrecía los hombres
livianos parleros” –decía de ella Lucio Marineo Sículo ( “De las cosas
memorables de España”)-.
En segundo lugar, hablaba con un solemne
reposo: “Hablaba el lenguaje castellano elegantemente y con mucha gravedad”,
atribuyendo a la Reina una cualidad propia, poco más tarde, de los españoles
del siglo XVI, admirados en el mundo –según B. Castiglione- precisamente por su
“peculiar gravedad reposada”, que acaso aprendieran de la reina Isabel. Y acaso
también de Fernando el católico, que, al decir de Pulgar, “tenía la fabla
igual, ni presurosa ni muy espaciosa”.
En fin, hablaba la Reina en un lenguaje
natural, pero selecto, y opuesto por tanto al latinizante y engolado de la
anterior corte de Juan II; un lenguaje regido por lo que ella llamaba buen
gusto, o sea una no aprendida aptitud para saber elegir las imágenes y
palabras más adecuadas, agradables y hermosas.”
Buen gusto es también lo que rige en la
obra más perfecta hasta entonces del lenguaje escrito: en La Celestina de
Fernando de Rojas, compuesta alrededor de 1492, brilla ya el gran estilo de la
época imperial; estilo que incorpora al lenguaje literario el vocabulario
popular y el Refranero –como reflejo del alto aprecio en que se tiene a la
lengua vulgar-, tratando, a la vez, de armonizarla con expresiones nuevas,
tomadas generalmente del latín, empleando como Rojas, cultismos como ánima,
objecto, inmérito etc,. o giros latinizantes con el verbo al final de la frase.
De todas formas, lo natural se sobrepone
siempre a lo artificioso, no sólo en Rojas, sino también en otros escritores,
como el mismo Nebrija, tan sencillo en la expresión. En Rojas, incluso cuando
lo artificioso latinizante aparece en boca de altos personajes, como acomodado
al estilo de éstos, la réplica o crítica de ese estilo surge inmediatamente en
boca del criado, señalando así Rojas bien claramente cuál había de ser en
aquella época el canon del estilo ideal: “Dexa, señor- dice Sempronio a Calixto
una vez-, esos rodeos, que no es habla conveniente la que a todos no es común.”
Ante tan grandes éxitos como los que
venimos señalando, era natural que Nebrija creyera que estaba la Lengua “ya
tanto en la cumbre, que más se pudiera temer el descendimiento de ella que
esperar la subida”. Sin embargo, días de mayor gloria iba a alcanzar el
castellano, gracias al nieto de Isabel de Castilla, el Emperador Carlos V. En
ellos se afirmaría la política lingüística de la Reina: unidad y difusión
universal. En ellos se perfeccionaría la Lengua, a base del buen gusto
isabelino. A ella, pues, se debe la iniciativa en el desenvolvimiento de la
Lengua en su Edad de Oro.
Con razón decía Nebrija de la Reina que “en
su mano e poder no menos está el momento de la lengua que el arbitrio de todas
nuestras cosas” (J. Oliver Asín, Historia de la Lengua española).
Ysabel la Católica
y la Lengua
Castellana
Y fue en esta
ladera riojana
donde, cuando
nacía mi Castilla,
afloraba
enigmática y sencilla,
luz de España,
la Lengua Castellana.
Aquí con su
candor la honró Berceo.
Y aquí creció
ganando donosura
hasta ser el
prodigio de escritura
que Alfonso el
Sabio consagró en Toledo.
En mi tiempo a
Nebrija di licencia
y escribió su
Gramática primera,
Rojas y los
Manrique con sapiencia
la cultivaron,
clásica y señera,
y sorteando el
piélago profundo
con Colón navegó
hasta el Nuevo Mundo.
José
María Gómez Gómez
Gran Maestre del
Capítulo de Ysabel la Católica