EL GRAN CAPITÁN
V CENTENARIO DE SU MUERTE
José María Gómez Gómez
El
2 de diciembre de 1515 moría en Granada Gonzalo Fernández de Córdoba,
inmortalizado en la historia con el sobrenombre del Gran Capitán. España no había tenido, ni tendrá después, un
caballero y soldado tan emblemático desde la figura del Cid Campeador. Como
éste, el Gran Capitán es el mito de la caballerosidad, de la gallardía, de la
valentía y de la astucia, todas las virtudes que adornan a un gran estratega
militar. Él lo demostró a la vista de toda Europa en la conquista de Granada,
en las victorias sobre los ejércitos franceses (los más poderosos de su
tiempo), en la derrota y rechazo del Imperio Otomano que dominaba Oriente y
amenazaba las puertas de Viena, Hungría y Venecia, en el ejercicio del gobierno
de Nápoles con el título de Vifrrey… Los príncipes italianos le tenían por un
impecable condottiero. El Papa
propuso nombrarle Gondaloniero de las
tropas de la Iglesia. Pero él se mantuvo siempre fiel a los Reyes Católicos, incluso
en los momentos en que, muerta Isabel, Fernando tuvo celos de sus éxitos y
prevención ante la popularidad de su fama.
Gonzalo
Fernández de Córdoba, Enríquez y Aguilar había nacido en Montilla (Córdoba) en
1453. Era, pues, dos años más joven que Isabel la Católica. Fernando, de quien
era primo segundo, le sacaba sólo un año. Siendo muy joven, el todopoderoso arzobispo
Carrillo le enroló como paje en el séquito del príncipe Alfonso, hermano menor
del rey Enrique IV y de Isabel. Cuando el adolescente Alfonso murió
prematuramente, Gonzalo pasó a ser paje de Isabel, futura Isabel la Católica,
educándose al mismo tiempo como un gran caballero y un gran soldado.
Proclamada
Isabel reina, ya casada con Fernando de Aragón, Gonzalo combatió contra los
portugueses y los castellanos partidarios de la Beltraneja. Pro fue en las
campañas de la conquista de Granada donde se rebeló como un estratega
prácticamente invencible. Intervino decisivamente en la toma de varias plazas
importantes, sobre todo la ciudad de Loja, campaña capturó al monarca nazarí
Boabdil. Con él llevaría a cabo la negociación de las Capitulaciones de
Rendición, disponiendo la entrega de Granada a los Reyes Católicos el dos enero
de 1492.
Entre
1495 y 1498 llevó adelante con éxito la primera guerra contra el rey de
Francis, Carlos VIII, que pretendía anexionarse Nápoles. El Gran Capitán lo
impidió. Y cuando el Papa Alejandro VI
le pidió ayuda, acudió con resolución para liberar Roma y el puerto de Ostia
del poder de los corsarios que ocupaban la ciudad sometiéndola a impuestos. Por
esta valerosa acción el Papa le concedió la Rosa
de Oro, la distinción más alta que muy raramente concedía el Papado. En
1498 Gonzalo Fernández de Córdoba regresaba a España con sus tropas y con el
título de duque de Santángelo y el sobrenombre de Gran Capitán.
Pero
no acaban ahí sus campañas y sus éxitos militares en Nápoles. En 1501 hubo de
acudir nuevamente al disputado reino italiano con sus tropas para detener otra
vez la ambición del monarca francés, ahora Luis XII. Ahora le tocará combatir
contra ejércitos que le doblaban y aun triplicaban en número de soldados. Pero
nuestro Gran Capitán, demostrando ser un perfecto estratega, llevaba la guerra
a su terreno, practicando lo que se llamó la “guerra guerreada”, especie de
guerra de guerrillas a base de hostigamiento al enemigo, repliegues y bruscos
ataques inesperados. Así consiguió la impresionante victoria en Ceriñola,
batalla que apenas duró una hora, ocasionando más de tres mil bajas en el
ejército francés por apenas un centenar de españoles. Finalizada la batalla,
recorriendo el campo, entre los cadáveres divisó el del jefe de las tropas
francesas, el duque de Nemours. Al Gran Capitán, emocionado, se le saltaron las
lágrimas y ordenó que le enterraran con todos los honores. El rey Luis XII de
Francia, enterado del suceso, exclamó: “No
tengo por afrenta ser vencido por el Gran Capitán de España, porque merece le
dé Dios aún lo que no fuese suyo porque nunca se ha visto ni oído capitán a
quien la victoria haga más humilde y piadoso”.
No
menos brillante fue la victoria definitiva, que se conoce con el nombre de
batalla de Garellano. Cuando el Señor D’Aubigny rindió las tropas francesas, el
2 de enero de 1504, expresó: “No sé qué
virtud alabar más en vuestra señoría si la de las Armas o la liberalidad,
porque con la una ganáis reinos y vencéis a las gentes y con la otra ganáis las
voluntades. Un solo consuelo llevamos los malaventurados que a Francia volvemos
vivos, haber sido vencidos por un capitán que su gente de guerra tiene por
mejor buenaventura morir que desplacelle sin les dar paga ni comer ni vestir”.
Estas
contundentes y brillantes victorias dieron al Gran Capitán gran fama y
reconocimiento en toda Europa. Los cronistas empezaron a equiparale con
Alejandro Magno y Julio César. Fernando el Católico, al concederle el ducado de
Sessa y otras mercedes en enero de 1507, evocaba la victoria de Ceriñola
equiparándola a la de Aníbal en Cannas, al haber tenido lugar “en el mismo paraje donde persiguió en otro
tiempo Aníbal a los Romanos, dándoles una memorable derrota, los despojaste 8ª
los franceses) de sus Arietes y Máquinas de Guerra y banderas y los rechazaste
con una espera igual a la de Fabio Dictador Romano, y a la de Marcelo, y con
una ligereza semejante a la de César”.
Fernando
el Católico lo nombró Virrey de Nápoles, cargo que ostentó el Gran Capitán
durante cuatro años, hasta que comenzaron los recelos del rey. Tras la muerte de Isabel la Católica, una
parte de la nobleza castellana se puso de parte de Juana, heredera de Castilla,
y de su esposo Felipe el Hermoso. Fernando, en cambio, alegando incapacidad de
Juana, por demencia, pretendía ser el Regente y mantener los reinos unidos.
Entre los nobles que se oponían a Fernando estaban el conde de Cabra y el
Marqués de Priego, parientes muy cercanos del Gran Capitán. El rey receló de
éste y lo destituyó como Virrey de Nápoles.
Y como se extendió la habladuría de que se había apropiado de fondos de
guerra, el Gran capitán redactó una estrambótica e irónica relación de cuentas,
conocidas como “Cuentas del Gran Capitán”.
Con la sorna y el gracejo andaluz que le caracterizaba, escribió estos
disparates: por picos, palas y azadones, cien millones de ducados; por limosnas
para que frailes y monjas rezasen por los españoles en sus campañas, ciento
cincuenta mil ducados; por guantes perfumados para que los soldados no oliesen
el hedor de la batalla, doscientos millones de ducados; por reponer las
campanas averiadas a causa del continuo repicar a victoria, ciento setenta mil
ducados; y, en fin, por la paciencia de tener que descender a estas pequeñeces
del rey a quien “he regalado un reino”,
cien millones de ducados… así nació una leyenda. Y así nació una expresión, una
frase hecha, que llega hasta nuestro lenguaje actual.
Gonzalo
Fernández de Córdoba, el invicto Gran Capitán, ya convertido en un mito para el
pueblo y para la nobleza, se retiró a sus estados en Loja (Granada). Y en
Granada morirá el día 2 de diciembre de 1515. Había casado en primeras nupcias
con su prima Isabel de Montemayor, que moriría muy pronto al dar a luz por
primera vez. Pronto volvió a casarse, esta vez con María Manrique de Lara y
Espinosa, Dama de Isabel la Católica, del linaje de los duques de Nájera, con
la que tuvo dos hijas.
El
Gran Capitán fue enterrado en la magnífica iglesia del Monasterio de San
Jerónimo de Granada, que había fundado su admirado Fray Hernando de Talavera.
Bajo una humilde lápida de mármol, a ras de suelo, se guardan las cenizas de
Gonzalo Fernández de Córdoba. En el centro del presbiterio de la iglesia,
respaldado por el grandioso retablo que conserva las estatuas orantes del
invicto caballero y de su esposa María Manrique.
El
Gran Capitán fue un genio militar. Con él comienza el gran Siglo de Oro de
España como primera potencia mundial. Su sabia articulación estratégicas de la
infantería, la caballería y la artillería, con el bien utilizado apoyo naval,
la agilidad en el movimiento de las tropas en “guerra guerreada”, la
reorganización de los cuerpos de infantería en coronelías… todo ello vino a ser
el embrión de los afamados TERCIOS españoles que triunfaron en Europa y en el
Nuevo Mundo.
En
la actualidad, el Gran capitán sigue representando lo mejor de nuestra historia
y la razón del orgullo de aquella España que fue respetada y admirada por todas
las naciones de su época.
Ante la tumba del Gran Capitán
Yace bajo esta
losa desolada
el que no tuvo
par sobre la tierra.
Yace el que en
cada acción de cada guerra
dejó fama de
invicto acrisolada.
Yace el que
abrió las puertas de Granada,
el que ensanchó
la patria y su frontera,
el que sirvió la
causa verdadera,
el que por
Isabel ciñó la espada.
Yace el que en
Garellano y Ceriñola,
siempre
brillante en la sangrienta liza,
forjó la audacia
de la fe española.
Este sepulcro
oculta su ceniza.
Pero en el claro
espejo de la historia
luce implacable
su inmortal memoria.