Talavera de
la Reina en la obra de Cervantes
Cervantes
conocía con detalle Talavera de la Reina, sus gentes (entre los se contaban
varios familiares suyos), sus costumbres y fiestas. Y su cerámica. Los
demuestra en diversos pasajes de sus obras. La última de ellas, “Los trabajos de Persiles y Sigismunda”, novela que termina unos días antes de
su muerte, contiene el más entrañable elogio que se haya hecho de Talavera, al
llamarla por boca de uno de sus personajes “la mejor tierra de Castilla”. En dicha novela los protagonistas pasan
por nuestra ciudad, se alude a la fiesta de Las Mondas y, durante buen número
de páginas se refiere la historia de La Talaverana, que se inicia en un mesón
de Talavera y tiene su desenlace en Roma. Sólo por esta obra (considerando
además las raíces talaveranas de la familia del escritor) Talavera merece ser
tenida como ”lugar cervantino”.
El autor del
Quijote conocía con bastante detalle y precisión nuestra ciudad, nuestra
cultura, nuestra cerámica y muestras costumbres y fiestas. No es difícil
imaginar que ya en su adolescencia y primera juventud Miguel de Cervantes
viajara a Talavera para conocer o visitar a sus familiares. Lo cierto es que
Talavera está presente en la obra de Cervantes.
Concretamente,
en “La Gitanilla”, una de sus más celebradas Anovelas ejemplares@, Clemente, uno de sus personajes
principales, tras escapar de Madrid y andar por muchos lugares, viene a dar en
Talavera buscando “un aduar de gitanos” donde él sabe que se esconde Preciosa,
la protagonista de la novela.
No hay duda, por
otra parte, que cervantes conocía la cerámica de nuestra ciudad. Es cosa
probada. En uno de sus entremeses, el titulado “La guarda cuidadosa”, el soldado, refiriéndose a la fregona
Cristina, exclama: “(Oh platera, la más limpia que tiene, tuvo o tendrá el
calendario de las fregonas! )Por qué, así como limpiabas esa loza talaveril que
traes entre las manos, y la vuelves en bruñida y tersa plata, no limpias esa
alma de pensamientos bajos...?”. No podía ser menos, en el caso de Cervantes, al
tratarse de un hombre de la época de Felipe II y Felipe III, los reyes que con
más decisión admiraron y protegieron la cerámica talaverana, recomendando el
uso de nuestras vajillas frente a las de oro y plata, por ser igualmente bellas
y mucho menos caras y ostentosas... La sobriedad cervantina, su sentido de la
mesura y discreción sin duda llevarían al célebre escritor, y malogrado
soldado, a defender esta misma opinión.
Y muy bien debía
conocer también nuestro autor la riqueza del suelo talaverano, las pingües
vegas del Padre Tajo y el esplendor de las fiestas primaverales, cuando en su
última novela, “Los trabajos de Persiles y Sigismunda”, hace pasar a sus protagonistas por
Talavera y enhebra en uno de sus mesones una historia que se prolonga largamente
durante buena parte de la obra. En efecto, Periandro y Auristela, que al final
resultarán ser Persiles y Sigismunda, peregrinan desde la Última Thule
(Islandia) hasta Roma, donde al final los casará el Papa pues son parientes
próximos. En el mar pasan muchísimas aventuras y naufragios hasta que dan en
Lisboa, donde comienza su peregrinación a pie: atraviesan Portugal, llegan a
Trujillo, Guadalupe... y Talavera. Cervantes demuestra conocer bien nuestra
ciudad, a la que llegan los peregrinos con ocasión de la fiesta de Las Mondas.
Así lo expresa, y lamenta no tener el espacio suficiente en su obra para
describirnos como merecen tan antiquísimos festejos. Pero, al menos, su pluma
inmortal dedicó estas líneas a nuestra fiesta: “La ida de Trujillo fue de allí a dos días
la vuelta de Talavera, donde hallaron que se preparaba para celebrar la gran
fiesta de Las Mondas, que trae su origen de muchos años antes que Cristo
naciese, reducida por los cristianos a tan buen punto y término que si entonces
se celebraba en honra de la diosa Venus por la Gentilidad, ahora se celebra en
honra y alabanza de la Virgen de las vírgenes. Quisieron esperar a verla, pero
por no dar más espacio, pasaron adelante, y se quedaron sin satisfacer su deseo”. Hoy sabemos que era la diosa Ceres, no
Venus, la que era festejada en las Mondas romanas, fiesta cristianizada en
Talavera en época visigoda en honor a la Virgen del Prado. La atribución a
Venus es un error disculpable en Cervantes, que no importa para lo esencial del
relato y el elogio de la fiesta... Pero sigamos adelante con la novela.
Los peregrinos
no se detienen en Talavera, siguen adelante y, cuando apenas habían andado seis
leguas, tropiezan con un peregrino un tanto extraño, polaco de nación, que les
cuenta lo que le ha sucedido en un mesón de Talavera: “en llegando una noche a Talavera, un
lugar que no está lejos de aquí, me apeé en un mesón, que no me sirvió de
mesón, sino de sepultura, pues en él hallé la de mi honra”. El polaco, que dirá llamarse Ortel
Banedre, relata cómo quedó profundamente enamorado al instante de “una doncella de hasta diez y seis años, a
lo menos a mí no me pareció de más, puesto que después supe que tenía veinte y
dos”. Pronto descubrió el polaco que la joven
se llamaba Luisa y andaba en amores con un muchacho, también del mesón, llamado
Alonso. Además, por medio de Martina (otra moza del mesón), supo que “la tal Luisa es algo atrevidilla y algún
tanto libre y descompuesta”. Esto, sin embargo, no le desanimó.
Irremediablemente
enamorado, Ortel Banedre pidió al padre de Luisa la mano de la joven y terminó
casándose con ella... Pero apenas habían transcurrido quince días de la boda
cuando Luisa, y su amigo Alonso, desaparecieron de Talavera no sin que ella se
llevara las joyas y el dinero del esposo burlado. Éste, al llegar a este punto
de la narración, lamentó que su nombre anduviera murmurándose “en corrillos”...
Y expresó su
incontenible deseo de venganza en estos términos: “¡Vive Dios que han de morir! ¡Vive Dios que me he de vengar! ¡Vive Dios que ha de saber el mundo que no
sé disimular agravios, y más los que son tan dañosos que se entran hasta las
medulas del alma! A Madrid voy”. Sucedió, sin embargo, que Periandro, al ver al polaco
tan excitado y fuera de sí, le argumentó con gran habilidad, haciéndole
desistir de su afán de venganza: “Hasta agora, le dijo, no estáis más deshonrado de entre los
que os conocen en Talavera, que deben de ser bien pocos, y agora vais a serlo
de los que os conocerán en Madrid...”. Así, Ortel Banedre, convencido y resignado, desiste
perseguir a los fugitivos: “Y ayudándole a subir en el macho, abrazándoles a todos
primero, dijo que quería volver a Talavera a cosas que a su hacienda tocaban, y
que desde Lisboa volvería por la mar a su patria; díjoles su nombre, que se
llamaba Ortel Banedre, que respondía en castellano Martín Banedre; y
ofreciéndoseles de nuevo a su servicio, volvió las riendas hacia Talavera,
dejando a todos admirados de sus sucesos y del buen donaire con que los había
contado”.
La novela sigue
su proceso. Los peregrinos siguen adelante con su intención de llegar a Roma
por tierra. Llegan a Toledo y, tras otra serie de aventuras y encuentros, y
después de muchos días, entran por Francia (“y llegaron al anochecer a una casería,
que, junto con serlo, era mesón, en el cual se alojaron a toda su voluntad”). Allí Constanza, una de las señoras que peregrina
junto a Periandro y Auristela (que en realidad son Persiles y Sigismunda, como
hemos dicho), se encuentra “con una moza de gentil parecer, de hasta veinte y dos
años, vestida a la española, limpia y aseadamente”. Esta moza se acerca a Constanza y le
dice en lengua castellana: “¡Bendito dea Dios, que veo gente, si no de mi tierra, a
lo menos de mi nación: España!”. Constanza, al oírla, pregunta: “Desa manera, ¿vos, señora, española debéis de ser?”. A lo que respondió la muchacha: “¡Y cómo si lo soy! Y aun de la mejor
tierra de Castilla. Constanza
le preguntó de cuál era. Y entonces la joven respondió: “De Talavera de la Reina”.
Esto fue suficiente para que las sospechas que Constanza tuvo al conocer
a la joven se le confirmaran: aquella muchacha no era ora que la mozuela del
mesón talaverano que había embaucado, engañado y abandonado al iluso polaco
Ortel Banedre en compañía del mozo Alonso, también talaverano.
Descubierta, la
muchacha contó la “desvergonzada
historia” de su vida, desde que huyó abandonando a
su reciente esposo: “Yo, señora, soy esa adúltera, soy esa presa y soy la
condenada a destierro diez años, porque no tuve parte que me siguiese, y soy la
que aquí estoy en poder de un soldado español que va a Italia, comiendo el pan
con dolor, y pasando la vida, que por momentos me hace desear la muerte. Mi
amigo, el primero, murió en la cárcel. Éste, que no sé en qué número ponga, me
socorrió en ella, de donde me sacó, y como he dicho, me lleva por esos mundos
con gusto suyo y con pesar mío; que no soy tan tonta que no conozca el peligro
en que traigo el alma en este vagamundo estado. Por quien Dios es, señores,
pues sois españoles, pues sois cristianos, y pues sois principales, según lo da
a entender vuestra presencia, que me saquéis del poder deste español, que será
como sacarme de las garras de los leones”.
Los peregrinos
se muestran inclinados a ayudarla. Pero suceden una serie de aventuras que les
entretienen en el mesón. El viejo Soldino, mitad mago, mitad adivino, les
conduce a una cueva donde les mostrará una suerte de “encantamiento”... Entre tanto, la muchacha talaverana
entabla amistad con el mozo Bartolomé, el criado de los peregrinos que se
encarga de maletas y equipajes... y deciden fugarse juntos: “Viéndose, pues, Bartolomé y la de
Talavera no ser de los escogidos ni llamados de Soldino, o ya de despecho, o ya
llevados de su ligera condición se concertaron los dos, viendo ser tan para en
uno, de dejar Bartolomé a sus amos, y la moza sus arrepentimientos; y así
aliviaron el bagaje de dos hábitos de peregrinos, y la moza a caballo y el
galán a pie, dieron cantonada, ella a sus compasivas señoras, y él a sus
honrados dueños, llevando en la intención de ir también a Roma, como iban todos”.
No acaban aquí
las aventuras de la Talaverana. En verdad que el personaje y sus anécdotas van
sirviendo como para hilar o entretejer el largo peregrinaje desde Talavera a
Roma por parte del grupo protagonista. Así, volviendo al camino, los peregrinos
topan con otro extraño personaje, peregrino también y español, que abriga el
proyecto de sacar a la luz un libro, con el título de “Flor de aforismos peregrinos”, compuesto con sentencias escritas y
firmadas por los más variopintos y extravagantes peregrinos que va
encontrándose por el camino. Más de trescientos ha conseguido juntar. El
personaje muestra el libro a Periandro y uno de los aforismos que éste lee
expresa esta razón: AMás quiero ser mala con esperanza de ser buena, que
buena con propósito de ser mala@. Firmado: “La peregrina de Talavera”... Sigue leyendo Periandro: “No hay carga más pesada que la mujer
liviana”.
Y ahora la firma es: “Bartolomé el Manchego”...
Siguen adelante
su camino los peregrinos y llegan, por fin, a Roma. Al cabo de unos días, un
hombre español se presentó ante Periandro, a quien entregó una carta, pues por
las señas que le habían dado debía ser él el destinatario. Periandro preguntó
al español quién le había dado la carta y el portador respondió que uno,
también español, que estaba preso en la cárcel que llaman Torre de Nona, y por
lo menos a ahorcar por homicida, él y otra su amiga, mujer hermosa llamada Ala Talaverana@. (De nuevo, y casi al final de la novela,
el pertinaz e inevitable personaje! Periandro y sus amigos leen la carta. En
ella, el firmante (“El desdichado Bartolomé el Manchego”) cuenta cómo al llegar a Roma él y la Talaverana les
ocurrió un gran infortunio: “Quien en mal anda, en mal para; de dos pies, aunque el
uno esté sano, si el otro está cojo, tal vez cojea; que las malas compañías no
pueden enseñar buenas costumbres. la que yo trabé con la Talaverana, que no
debiera, me tiene a mí y a ella sentenciados de remate para la horca. El hombre
que la sacó de España, la halló aquí, en Roma, en mi compañía; recibió
pesadumbre dello; asentóle la mano en mi presencia, y yo, que no soy amigo de
burlas, ni de recebir agravios, sino de quitarlos, volví por la moza, y a puros
palos maté al agraviador. Estando en la fuga de esta pendencia, llegó otro
peregrino, que por el mismo estilo comenzó a tomarme la medida de las espaldas;
dice la moza que conoció que el que me apaleaba era un su marido, de nación
polaco, con quien se había casado en Talavera; y temiéndose que, en acabando
conmigo, había de comenzar por ella, porque le tenía agraviado, no hizo más de
echar mano a un cuchillo, de dos que traía consigo siempre en la vaina, y
llegándose a él bonitamente se le clavó por los riñones, haciéndole tales
heridas que no tuvieran necesidad de maestro. En efeto, el amigo a palos y el
marido a puñaladas, en un instante concluyeron la carrera mortal de su vida”. Y continuaba el desdichado Bartolomé su carta
comunicando que los jueces habían condenado a ambos a la horca, lo cual había
de ejecutarse a los pocos días, si ellos (Periandro y su grupo de amigos
peregrinos influyentes) no conseguían evitarlo: Bartolomé suplicaba ayuda
inmediata e insinuaba que los jueces podrían cambiar la sentencia, como los
jueces españoles, si se les ofrece Acosa justa@...
En fin, las
influencias de Periandro obran el milagro y Bartolomé el Manchego y la
Talaverana son puestos en libertad antes de que termine la novela.
En el fondo,
como vemos, las venturas y desventuras de esa curiosa peregrina que fue La
Talaverana conforman una especie de novelita corta dentro de la gran novela
extensa “Los trabajos de Persiles y Sigismunda”, todo un homenaje a Talavera y su Mesón
del Fresco (si es que se trata de este mesón que, por la época de Cervantes,
existía en la talaverana Calle de Mesones. Así, al menos lo apuntan
investigadores tan prestigiosos como Luis Astrana Marín, el más prestigioso y
avezado cervantista. Pero Talavera tenía otros muchos mesones... De cualquier
manera, ahí queda, en la última novela cervantina, estampado como un
testamento, el imborrable elogio de Talavera de la Reina como “la mejor tierra de Castilla”. (Palabra de Miguel de Cervantes!