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domingo, 6 de marzo de 2016

POEMAS DE LA HISPANIDAD



Hispanidad


¿Y qué es la Hispanidad?, le preguntamos
al laberinto aciago de la historia,
¿un confuso huracán de oro y escoria
o el piélago en que al cabo naufragamos?

Acaso la más grande gesta humana.
El camino que abrió una carabela
con la cruz y la espada siempre en vela.
El Quijote. La lengua castellana.

Tal vez. Pero también la vividura
de las razas y la íntima amargura
del inocente a quien hirió la suerte.

Machu Picchu. El nahuatl. La primitiva
pirámide maya. La inquisitiva
mirada de Atahualpa ante la muerte.

           

La Rábida
     

La Rábida de Palos
tiene un convento,
adonde Colón vino
con su proyecto.
Y aquí los frailes
se conjuraron todos
para ayudarle.

Fray Juan y Fray Antonio
van a la corte
para hablar a la Reina
que los conoce.
Y allí le explican
que ello será la gloria
para Castilla.

La Reina los escucha
con atención
y les da garantías
para Colón.
¡Qué gran papel
tuviste en esta historia
Reina Isabel!

Los frailes convocaron
a los Pinzones
para que reclutaran
barcos y hombres.
Y todos juntos
descubren para España
el Nuevo Mundo.


A Isabel la Católica
                        

Cuando Dios en su cielo soberano
imaginó la reina más señera,
buscó el molde más fiel y más humano
y decidió crearla en primavera.

En Madrigal halló con qué la hiciera
y, entregado a su oficio de Artesano,
puso el trigo en su noble cabellera
y en sus ojos el cielo castellano.

Y fuiste tú, Isabel. Y en tu persona
Altas Torres trenzaron la corona:
sabia y fuerte, magnánima y sencilla.

Por eso, unida a ti en honor y fama,
Madrigal con orgullo te proclama
Madre de España y Reina de Castilla.


Santa Fe
           

En la espaciosa vega de Granada,
promesa de futuro y esperanza,
con un buey, un arado y una lanza
una Cruz gigantesca fue trazada.

En sus brazos, pujante y encalada,
una altiva ciudad creció, a la usanza
de aquella santa guerra y su mudanza,
con muro militar fortificada.

En ella fincó firme, fuerte y fiel
la reina de la Fe, doña Isabel.
Allí aceptó Boabdil las rendiciones.

Y allí, cuando Granada fue vencida,
ensueño de grandeza presentida,
Colón firmó las Capitulaciones.



Arribada
            1 de marzo de 1493

El cielo crepitaba electrizado.
Pinzón  y sus valientes en cubierta,
avizorando la tiniebla incierta,
sorteaban el piélago erizado.
Habían descubierto un Nuevo Mundo.
El mar, resuelto en ásperos bramidos
abrió su abismo tétrico y profundo
y los iba a engullir despavoridos.
De pronto en lontananza una caricia
de sol desenterró la luz del día.
Una costa feliz se perfilaba.
Era la verde y plácida Galicia.
En la proa Santiago conducía.
Bayona la Real los esperaba.

Y fue Bayona puerta de la gloria
por donde aquel puñado de valientes,
demacrados espectros fenecientes,
entraban impasibles en la historia.
Tenía su aspecto un halo indefinible
de grandeza y horror. Eran sus ojos
relámpagos heridos y terribles.
Sus ropas sólo harapos y despojos.
Postrado en unas pobres parihuelas,
llegó Martín Alonso moribundo
Sus cuerpo reflejaba las secuelas
del recio mar y su bramar profundo
¡Pinzón!, gritó la gente entusiasmada.
Pero él apenas pudo ya oír nada.

Hernán Cortés desembarca en Palos
                                  


¿Quién es esa armadura audaz que enciende
en al Puerto de Palos la mañana,
capitán de cadencia sobrehumana
que de la nave impávido desciende?
Don Hernando Cortés, grita un rufián…
Él es quien con la espada y con la pluma
la muerte describió de Moctezuma
y la fama alcanzó en Tenochtitlán.
En sus ojos trae el fuego de la guerra.
Su pecho, con magnánimo decoro,
exhibe el broche de una iguana de oro.
Y con cesáreo pie pisa la tierra.
Como quien viene de un país lejano,
lo envuelve una aureola de misterio.
Descansa en la quietud del Monasterio.
Y a Guadalupe se dirige ufano.



La ejecución de Vasco Núñez de Balboa
               

De Vasco Núñez de Balboa, el valiente,
cuentan que cuando fue decapitado
su cuerpo horriblemente mutilado
fue expuesto en una estaca ante su gente
y que una esclava, que se halló presente,
mirando al horizonte amoratado,
vio cómo desde un cerro agigantado
aquel cuerpo se alzó resplandeciente.
Leoncico, el perro fiel, se estremecía.
Y cuando por el cielo anochecía
Anayansi, la esclava, vio la Cruz.
Eran dos brazos que se desplegaban
y, antorchas del ocaso, señalaban
el Atlántico Mar y el Mar del Sur.



La muerte de Francisco Pizarro
                       


No pudo defenderse. Un brusco ruido
apenas le previno la emboscada.
Lo hirió la desventura de una espada.
Y en el suelo cayó anciano y vencido.
En ese instante en que sintió la helada
mordedura del hierro enfurecido
su pasado, de púrpura teñido,
se le agolpó en la mente iluminada.
En vano se esforzó en incorporarse.
Vio a Almagro. Vio el campo victorioso
de Cajamarca. Y vio el rostro borroso
de Atahualpa. No pudo santiguarse.
Con tinta de su sangre derramada
la Cruz dejó en el suelo dibujada.


Alonso de Ercilla
                       

¡Cómo expresar mi asombro la mañana
en que llegué a las chozas del Arauco!
Yo había servido a  nuestro Emperador.
De Madrid a Milán, Bruselas, Munich…
¡cuántas jornadas de capa y espada!
No me cegó el encanto de la Corte.
Con don Andrés Hurtado de Mendoza
pasé a Las Indias. Su hijo don García
me llevó a las regiones del Arauco
que describí en octavas memorables.
Sobre mi cuello, en cuántas ocasiones,
sentí el frío resuello de las lanzas.
Junto a Valdivia, Aguirre y sus secuaces
me vi en las trágicas escaramuzas
de Lagunillas, Quiapo y Millaraue.
Por mi pendencia con Juan de Pineda
fui condenado a muerte y perdonado.
En Perú el deshonor fue mi destierro.
Hasta que pude al fin volver a España.
¡Qué injusto fue conmigo mi destino!
Yo me empleé con español coraje.
Por donde fui, poeta y caballero,
no di tregua a la pluma ni a la espada.
Entregado al oficio de los versos,
Doña María de Bazán, mi esposa,
fue la paz que mi espíritu exigía.
La muerte me llegó triste y cansada.
Olvidado de todos, en Ocaña
reposo en la quietud de un monasterio.
Pero sé que no he muerto para siempre.
Aún se estremece mi fatal ceniza,
cuando recuerdo la inmortal mañana
en que llegué a las chozas del Arauco.
Tronco en los hombros, se alzaba el titán.
Ya por los Andes descendía la aurora.
Enhiesta en un paisaje indescriptible
se recortaba su feroz figura.
El Toqui.... Sí. Yo vi a Caupolicán.


La muerte de Cristóbal Colón


Noche lenta de mayo. Sobre Valladolid
cunde la lluvia terca de cada primavera
que hace más melancólico el trance de la espera.
El marino se apresta a la suprema lid.
Mustios en la penumbra de un candil macilento,
unos frailes murmuran el latín de rigor.
Y el marino, que siente que ha llegado el momento,
se dispone en el lecho al último estertor.
De pronto oye un estruendo de olas y de velas,
como un rugir de jarcias de viejas carabelas...
¡Es el mar! ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Antillas y El Caribe!
¡Aquí, sueños de gloria! ¡Aquí, mi Nuevo Mundo!
¿Venís a despedir al viejo vagabundo?
No os aflijáis. Me voy adonde el alma vive...
¡Adiós, Ruta del Oro! ¡Adiós, vieja Castilla!
Ya vislumbro radiante la luz de la Otra Orilla.


La muerte de San Francisco Xavier
           
                                  
                                  
Una playa en Sancián, frente a la vieja China.
Una choza de troncos en la playa desierta.
Una frazada de hojas y de ramas, cubierta
por una pobre manta. Una luz mortecina.

La fiebre que no cesa, La fiebre que camina
por los pulsos de sangre hasta dejarla yerta.
Es la muerte que viene como una ola abierta,
se cierne sobre el mar y todo lo domina.

Así murió Xavier. Sobre un tosco madero
quedó anclada su vida de ardiente misionero.
El rostro reflejaba una plácida calma.

Alguien soñó que un claro rompimiento de cielo
vino a colmar el rapto de su divino anhelo.
Dios enviaba un ángel a recoger su alma.



El Virrey don Francisco de Toledo


Era sobrio y escueto, puro asceta
forjado en el erial del Arañuelo.
Tenía algo de oráculo y profeta.
Dios y la Hispanidad fue su señuelo.
Célibe como un monje en su clausura
cultivó con escrúpulo la honesta
virtud que a todos era manifiesta.
Ello dio autoridad a su andadura.
Tres principios rigieron su actuación:
la justicia, el honor, la religión.
Impávido, inflexible, decidido
en el arduo ejercicio de la ley,
de negro siempre hasta los pies vestido,
fue la perfecta imagen de Virrey.